sábado, 17 de octubre de 2020

LAS DOSCIENTAS, LAS QUINIENTAS Y LAS MIL

 

El camino dobla y desciende con suavidad hasta deslizarse entre dos cerros por los que asoma la aguja del campanario. Se recorta nítida sobre un cielo madrugador. Abajo, en el fondo del ribazo, corre el arroyo invisible al caminante. Le delatan el cañizal y la chopera, a la que una primera brisa apenas consigue agitarle unas copas.

El paisaje parece a estreno. Amanece.

La sombra del feriante oscurece una porción de arena. Es alargada. Anda preciso, confiado, y aumenta el paso alentado por el barrunto del pueblo; ha de llegar temprano si quiere un buen sitio en la plaza, este año hace bueno y entrarán ganancias, se cree.

El carro que empuja se vuelve mudo cuando abandona la tierra y toca los primeros adoquines de la calle principal. Anuncian su llegada con voces unos niños: ¡el tío ruleta, el tío ruleta!

El feriante no los mira pero se deja acompañar por ellos hasta la plaza.

 

Paga su tasa en el rincón de la botica. El alguacil va de traje de pana y tiene una garrota gorda y una chapa en la solapa; un bigote ancho y una gorra inglesa de caza complementan su autoridad.

Buen sitio, se oirá bien el reclamo, piensa: ¡la ruleta de las doscientas, las quinientas y las mil! Tres veces, alargando las sílabas acentuadas.

Deshace el hato y monta la ruleta sobre la mesa: el eje, las guías y los números; engrasa el rodamiento y, con el latigazo seco de su mano, lanza la primera tirada del día: ra ta ta ta ta ta, las doscientas. Ra ta ta ta ta ta, las quinientas.

El sonido de la pestaña flexible golpeando los bulones en el extremo de los radios es hipnótico; al ruido de esa metralleta metálica se agolpan niños. El feriante les espanta: veros si no tenéis cuartos.

En la distancia, la mirada del alguacil domina toda la plaza: ancha, terrosa, diametralmente cruzada por cuerdas con banderines que se juntan en la farola central. La churrera monta su sartén; abre la caseta de tiro; un grupo de músicos se arropa con la sombra del árbol gordo.

Empieza de nuevo: la ruleeeeeta, las doscieeeeentas, las quiñeeeeentas y las miiiiil. Uno de los mozos que beben a la puerta del mesón le grita: ¡El tío de la ruleta! ¿A quién desplumas este año, pájaro? El feriante da una tirada: ra ta ta ta ta ta ta, las mil. Luego calla.

 

Después de la procesión la luz anega la plaza, ciegan los muros de cal, desprenden olor a verano; lucen vestido nuevo algunas mozas, sonríen al piropo de los solteros.

El feriante ya ha hecho los primeros duros y los guarda en el bolsillo del chaleco, los recuenta con insistencia de forma mecánica con las yemas de los dedos. Parece suavizar su mueca un tanto, este año va a ser bueno, se dice.

El alguacil recorre los puestos con su garrota golpeando el suelo.

El sol parece haberse parado en lo alto, deslumbra el cielo. La dulzaina renueva los ánimos y el vermut y el vino avivan las apuestas. El feriante calienta la ruleta, concede dos premios; le han hecho corro y corren los duros. Ra ta ta ta ta ta, ¡casi, por una!

 

Come a la sombra de los soportales, la navaja rebana la hogaza y pincha las tajadas de carne, echa algún trago de la frasca de vino —A duro mi frasca, feriante, como a duro tu tirada, le ha dicho antes el tabernero—. El calor aplasta el suelo, sume al pueblo en una siesta de silencio y remolinos de aire abrasador. El feriante, sentado, se encoje dentro de sí mismo, parece mínimo, mira la plaza con la espalda apoyada sobre la fresca piedra. Se hace preguntas que nadie escucha antes de quedarse traspuesto; entonces, recrea un río, un río ancho que discurre lento y un carro acampado donde llora un niño.

Buenos cuartos hiciste, ruletero, le espabila una voz. Melchor el de la pólvora acaba de llegar. Amarra dos mulas a la verja del ayuntamiento y, con paso cansado, se acerca al soportal para ocultarse del sol. Llego seco, se queja secándose el cuello con un pañuelo blanco. ¿Cuándo tuvimos este calor para la Virgen?, dime ruletero.

Hubo años, contesta con voz aguardentosa, hubo años. Y se incorpora, se cala la gorra, recuenta con las yemas los duros.

Se cuentan de pueblos y ferias, de tormentas que arruinan las ganancias, de alguaciles celosos y de caminos lentos; de noches al raso, de la fiesta de Ciudad que viene ya pronto y de la muerte de Perico el saltimbanqui; de su viuda que queda sola y sin paga, con un hijo en malos pasos.

Melchor queda un instante callado, mira el vacío de la plaza. Va en busca del alguacil.

 

El aire pesa, se oscurece el cielo cansado, mil golondrinas lo agitan. Se prepara el baile. Un joven con sombrero se acerca chuleando. Toma, ruletero, y déjame darle a mí que no me fío, dice al tirarle un duro. Pero la ruleta no suelta premio y alarga otro duro de seguido; dos más, ya encelado. Mala suerte, caballero. El rico se le queda mirando con un tinte acre en los ojos sospechando la trampa antes de estamparle la última moneda en el pecho. Ra ta ta ta ta ta, ¡por una! El rico da un puñetazo a la mesa que hace vibrar las varillas. Vete por donde has venido, ladrón. Y se marcha.

 

Un saxofón ronco arranca el primer pasodoble, dos parejas se echan al centro. Ordena, limpia y guarda los alambres y los ejes; repasa bulón por bulón y pliega la mesa. Todo va al carrito que tapa con una manta y ata fuerte con la pita. Cuenta los duros que lleva en la talega.

No se dio mal este año, se despide de Melchor, que está afanado.

La noche está ya encima, rasgan la tierra las ruedas del carrito. El feriante silba acaso algo entre dientes cuando se adentra en una nueva oscuridad.

jueves, 6 de agosto de 2020

INSTRUCCIONES PARA VOLAR A ÁFRICA

 

Estoy seguro, cerca de vuestra casa hay un aeródromo. Y no es extraño encontrar allí apasionados de los aviones antiguos, viejos pilotos que aún disfrutan sintiendo el aire en su cara. Podréis reconocerlos por sus gruesas cazadoras de cuero, por los mapas mal doblados que asoman por cualquiera de sus bolsillos y, definitivamente, por esa afición a las barras donde exageran viejas historias.

Contratad a uno de ellos y disponed todo para la partida.

Os aconsejo equipaje ligero, un avión siempre lo agradece. Imprescindibles cazadora y botas fuertes, buenas gafas de sol y un pañuelo que os cubra la cabeza. Mejor ropa transpirable; no intentéis ahorrar en la tienda de campaña. Antes de despegar, indicadle a vuestro piloto que no abandone rumbo 180. Recordadle también que no estorban las cartas de navegación y un buen manual de vuelo en la guantera de un avión.

No os habréis acomodado aún en la carlinga cuando estaréis sobrevolando el Estrecho de Gibraltar. Observaréis que allí dos mares se juntan en un peñón. Con seguridad os moverá el levante allá arriba. Esa bruma suele enfriar el rosto, pero rápido aclarará y podréis distinguir un paisaje verde, quebrado; un sin fin de casitas blancas se derraman salpicando sus laderas. Tan pronunciadas muchas de ellas, que desembocan en playas inmensas y abiertas hechas de espuma y sal; envueltas por esa luz que os parecerá nueva.

Inmediatamente el piloto recibirá la señal de un radiofaro; junto a él, una gruta: es África.

Vuestro piloto ya sabrá que puede volar bajo sobre la amplia llanura del Gharb. El poniente fértil tapizado de cereal, de cartesianas tramas de olivo. Aún pueden encontrarse monedas romanas con el arado. No le costará encontrar un pedazo de campo despejado para vuestra primera escala. Montad la tienda y descansad. El atardecer puede ser un buen momento para charlar. No le creáis todas las historias; tampoco las echéis en  saco rotro. Se os hará tarde al amor del fuego, pero despegad con la primera luz.

Esa jornada no será extraño ver ahí abajo mercados bulliciosos en los cruces de los grandes caminos. Hasta topar con una pared rocosa de una cordillera cicatrizada por gargantas. Una vez rebasada, se precipita hasta amansarse en el amplio pedregal que vuelve la vista marciana y ajena al mundo. Allí el viento parece no haber encontrado nunca límites y pulveriza sin tregua la roca en arena formando el Gran Desierto.

 

Protegeos del sol. Llevad abundantes reservas de agua. No intentéis atravesarlo de una vez. Aterrizad y dejad que descanse el piloto. Revisad el motor. Escuchad la Tierra. Llorad, si sabéis, bajo la eterna noche azul. Escuchad las rocas estallar. Poned nombre a una estrella y bautizaos de toda esa inmensa soledad.

Serán varios días despegando al amanecer, ganando altura, luchando contra las tormentas de arena. Hay quien prefiere ponerle vaselina al exterior del motor para protegerlo del polvo fino y voraz. Sólo así podréis dejar atrás las dunas para llegar más lejos.

Un día, el suelo irá perdiendo ese tono ocre. Abajo, os señalará el piloto una gran mancha verde. Encontraréis una frondosidad enmarañada de lianas y pantanos por la que serpentean ríos oscuros y lentos. Volad alto a la vista de la selva tropical, evitad las capas más húmedas. Si no fuera por el viento, podríais escuchar variados sonidos aviarios o la premonición misteriosa y amenazante de los tambores. Montad guardia a la puerta de la tienda cada noche rifle en mano. La selva no perdona al viajero incauto.

Pronto será el momento de esa botella que acomodasteis entre la ropa. El piloto os indicará latitud 0º. Abridla y brindad. Un cielo nuevo os espera esa noche.

Pero antes de lo esperado, cuando la piel parece haberse acostumbrado ya a la transpiración y los insectos, en una transición inadvertida incluso para los ojos más atentos, el suelo se os volverá adusto, arbustivo. El paisaje se irá alisando, propicio para lances de caza y carreras, pensaréis de inmediato. Con el sol ya a la espalada, encontrareis las primeras manadas espantadas por el ruido del motor. Os llamará al tacto la textura suave de su piel de hierba, sus grandes árboles solitarios; a la mirada el incendiado anochecer recién aterricéis. Se os ensanchará el espíritu, creedme.

Pedidle al piloto un último vuelo rasante al amanecer. Allí el horizonte no parece poner obstáculos al pensamiento. Luego Despedidlo. Quemad el avión. Contemplad la esbelta columna de humo y no os arrepintáis. No busquéis nunca la forma de regresar.

 

A Santiago, que lo inspiró, como tantas otras cosas.

Toledo, agosto 2020

lunes, 11 de mayo de 2020

Condesa de Bridgestone

La fabulosa condesa de Bridgestone contaba con noventa y tres años. Dormía del tirón y gozaba aún de una gran vitalidad. «Lo que no consiguió Hitler en el 39 no va a conseguirlo ahora un maldito virus», había afirmado a sus compañeros de asilo en Colchester. Sus actividades no se habían visto reducidas a pesar de la pandemia. Había ganado ya dos de las frenéticas carreras que se organizaban de la sala de televisión al comedor, las que el director tuvo de prohibir por las apuestas. Pero esa noche esperaba con tensión en su dormitorio, se jugaba toda su fortuna. A la señal convenida, alguien desconectaría el sistema de oxígeno del edificio. Ella había apostado por el madrugador Peter, el galés de la 314.
Al día siguiente sonrió satisfecha cuando bajó al desayuno y encontró la silla de Peter vacía. Cuando, instantes después, vio aparecer al anciano coronel Wallace en su silla de ruedas con los títulos de propiedad de varias posesiones sobre sus rodillas.

martes, 5 de mayo de 2020

ALCANFOR


La puerta siempre estaba abierta, solo tenías que girar el pestillo y se producía ese golpe seco; su eco en el gran portal de entrada, chirrido de goznes y aquella bocanada de aire fresco y oscuro. ¡Agüelo! Gritabas. ¡Agüela! Y la distante y amortiguada respuesta: Aquí. Se te acostumbraban los ojos y enseguida observabas el friso recorriendo la pared. Dios bendiga cada rincón de esta casa en un Sagrado Corazón de Jesús, todavía con su pegatina de la Librería Pastoral Diocesana. Abrías la puerta de la sala y en la mesa camilla, casi atufados por el picón, tapados con las faldillas: mis abuelos. Ambrosio y Ángeles. Ambos envueltos en una neblina de perceptible ancianidad rural.
A mi abuelo se le había quedado el acto reflejo de esconder Mundo Obrero en cuanto sentía la puerta. Lo metía debajo del cojín de una silla y justificaba la postura cogiendo la badila y atizando el brasero. Ardían las cañas de las piernas en cuanto te sentabas. Sólo entonces, mi abuela te afeaba el tipo, la ropa, el peinado y te contaba de muertes y desgracias del pueblo.
Mi abuela iba de luto. Tenía una lata de membrillo con una escena castiza en su tapa que contenía estampillas de santos a los que rezaba diariamente. Era muy devota de Santa Gemma Galgani, patrona de los farmacéuticos, de los que era buena clienta. Enumeraba sus males por orden posológico: esta es para la circulación, una por la mañana; esta para la cabeza, con cada comida; esta para el corazón, dos al día; esta es para las piernas, cuando me duelan. E iba apartando pastillas como escogiendo lentejas.
Mi abuelo veía los toros y escuchaba la radio. Le gustaba el Viti. Leía los Interviu atrasados que le llevábamos y nunca contaba cosas de la guerra. Tenía los dedos de la mano con una textura como la de las zanahorias. Y un pelo blanco y tupido bajo la boina. Hizo la mili en África. Había salido adelante en silencio. Llevaba ahora en la cara los surcos del campo. Pasaba mucho tiempo en el corral haciendo picón y apañando las gallinas. Nunca nos dejaba subir solos al doblado. Fue él quien le puso a la gata Nadiuska.
Mi abuela se echaba Agua del Carmen en el pelo. Todavía puedo olerlo. Usaba palangana y tenía un arcón en la alcoba donde yo dormía lleno de cobertores y comida. Legumbres y aceite, sobre todo. Por si venía otra guerra, explicaba. Dios quiera que no conozcáis vosotros una guerra, apostillaba. Había orinales bajo las camas y colchones de lana donde te hundías hasta desaparecer. Era agradable dormir las amanecidas en esa luz dulce que entraba por el ventanuco.
Mi abuela no usaba gas. Hacía cocido en una lumbre. Y lavaba en una tabla con Nieve al lado del pozo de la mano negra donde nos tenían prohibido asomarnos. Olía a alcanfor siempre que abrías un armario. Se peinaba cuando salía el Papa en la televisión y despedía al presentador del telediario como si pudiera escucharla. Quede usted con Dios, le decía. Y apagaba la tele. 
Mi abuelo pasaba las tardes echando la partida en el bar de Constante o en el melonar a la sombra de un chamizo con otros viejos. A veces me llevaba y les escuchaba hablar del tiempo y otras cosas.  Fumaban Mencey y se reían con los chistes verdes. Un día, uno de ellos contó algo de la guerra. Mi abuelo no dijo nada. El hombre es del bar y de la calle, la mujer es de su casa y sus hijos, sentenciaba mi abuela.
A mi abuela la visitaban: Paula la Zapardiela, la Boni, la Cristina y la Petra. La primera blasfemaba, la segunda era pícara y gorda, la Cristina llevaba pañuelo en la cabeza cuando venía de la huerta y la última siempre iba con prisas porque llegaba su marido de la obra. La Petra era recogida, discreta; de pómulos marcados, un rostro de hambre y guerra. Destilaba una pobreza digna y abnegada en su mirada de simio inocente.
Mi abuela cosía por las tardes con la Singer, que estuvo escondida durante la guerra. Mientras pespunteaba, Elena Francis aconsejaba: querido Capricornio de Manresa, si la quieres, la respetarás. En la guerra quitaban todo, me contó una de esas tardes. Un día volvía del lavadero y en la casa de un rico, a través de una ventana abierta, pudo ver su alcoba de casada. La cama, las mesillas y la cómoda. Y el palanganero. Eso me contó, y luego se calló un buen rato.
Un día llegó una carta certificada. Era una medalla para mi abuelo. De la guerra. Y mucho dinero. Mi abuelo dijo que le reconocían algo, que debía haber sido cosa de Felipe González. Mi abuela se puso a llorar. Manda cojones, Ángeles, después de los años, dijo mi abuelo. Luego la besó en la frente y me dio vergüenza. Bendito sea Dios, Ambrosio, que no venga otra guerra, dijo mi abuela.
El tiempo parecía haberse quedado atrapado entre aquellos gruesos muros de tapial. Remansado y pacífico, antiguo. Un tiempo de alcanfor. Ellos mismos parecían atrapados allí. Mi tío les llevó una vez de viaje, por eso había una foto en blanco y negro sobre el aparador de la sala donde se les veía a los dos posando en el Monasterio de Piedra. Sólo en esa foto pude verles fuera de su casa. Mi abuela decía que bastante había andado durante la guerra. Mi abuelo que no podía dejar solas a las gallinas. Ve ahí, apoyaba mi abuela.
Cuando nos íbamos, se quedaban los dos en la puerta hasta que el coche desaparecía calle abajo, hasta que giraba por la calle Ancha. Entonces, yo me volvía y les veía como dos acentos trazados sobre el muro de cal. Y aún me parece verlos allí de pie. Despidiéndose.

Mayo 2020
Relato ganador en el concurso Zenda Libros #Nuestros mayores



domingo, 12 de abril de 2020

Héroe en pijama


Pues sí, nuestro héroe es un héroe al uso. Lleva capa, traje y máscara. Va armado y actúa cuando más lo necesitas. En casa somos muy clásicos para según qué cosas. Cuando la vida oscurece, cuando la esperanza parece desvanecerse, es su momento. Su capa: una tira de cortina de baño de Ikea que corté y confeccioné con maestría de principiante; su máscara: un trozo de cartón para trabajos escolares recortado con la cara de un castor que se llama Curtis de incisivos notables y nariz amarilla. Y como no hacemos más que limpiar y colocar armarios durante la cuarentena, decidimos que aquel olvidado esquijama gastado y rojo le sigue quedando como un guante y es de lo más adecuado conjuntado con los pantalones cortos del verano pasado que se pone encima.
Ya ondea su capa con la última brisa de la tarde; orgulloso blande su espada de espuma que a mí se me viene siempre al recuerdo Saint-Exupéry, no sé por qué. Sale al balcón y después ese grito: «¡Tente, coronavirus!»

En er mundo



—¿Se le olvidará tocar la trompeta, doctor? Es pasión lo que ha tenido siempre por ese endiablado instrumento —. Preguntó Merche, su esposa.
Hoy Germán ya no recuerda ni su nombre. No reconoce a Merche ni a sus nietos. Ni mucho menos a los de la banda municipal con los que solía dar aquellos aclamados conciertos en verano. Ahora podría confundir un trombón con un instrumento de tortura medieval. El Alzheimer no cesa en su trabajo de demolición. Y más ahora, por la cuarentena, que se han suspendido las actividades de recuperación para este tipo de enfermos en el centro al que acude a diario. Merche cuida de él. Y a menudo se le queda mirando, sentado en su sillón, donde examina con extrañeza todas esas partituras y que son para él ya un lenguaje de garabatos indescifrables.
Pero, en contra de la predicción médica, a Germán no se le ha olvidado aún tocar la trompeta. Hay enfermedades que pueden llegar a ser muy crueles.
A Germán se le dan bien los pasodobles, y cada tarde dedica unas horas a entonar esos solos con los que ganó su fama entre los aficionados locales. Cuando remata uno de ellos, se queda esperando. Busca a su alrededor no se sabe qué. Y al cabo de unos instantes agacha la cabeza y pregunta a Merche por qué nadie le aplaude ya. Merche no sabe qué decirle. Se encierra en la cocina y llora. Luego, por ocuparse, se pone a preparar comida para varios días mientras escucha en la radio el parte de muertos, de infectados, la evolución de la enfermedad. Piensa en la familia, en Germán, y llora de nuevo. Se siente inútil contra esta pandemia.
Merche siempre había sabido obtener ventaja de los inconvenientes que se le habían presentado. Es eso lo que hace un verdadero héroe, y no volar enmascarado con una ridícula capa y un estúpido anagrama en el pecho.
Se le ocurrió un día haciendo natillas. Se acercó al salón y dijo:
—Germán, ponte el uniforme que esta tarde tienes concierto.
Germán siempre es puntual para la música. Así que a las ocho en punto estaba en la terraza. Comenzó con los primeros compases de En er mundo, su pasodoble favorito. Cuando remató el solo de trompeta, comenzó a hacer reverencias para agradecer todos esos aplausos.

Abril 2020
(Basado en una noticia escuchada en la radio)