jueves, 27 de diciembre de 2018

FILTER-CIGARETTES



Y después del postre, mi padre nos enseñaba a fumar. La prueba era sencilla: encendía un Winston y nos lo daba a probar. Después de darle una calada, debíamos retener el humo y pronunciar la frase: “el buen fumador que sabe fumar echa el humo después de hablar” para después expulsarlo. Le seguían toses ahumadas de mis hermanas entre burlas y risas de mi madre. Yo sí sabía tragarme el humo. Masticaba la frase con una lentitud premeditada, recreándome; me sentía tan adulto que adoptaba esa pose condescendiente de hermano mayor cuando las pequeñas rogaban otra oportunidad que, gracias a mi insistencia, les era concedida. Y así, domingo tras domingo, los tres, que nos llevamos entre nosotros tan sólo unos diez meses, conseguimos aprender a fumar.
Yo tenía doce años. Y a esa edad la Navidad es un cuento. Comenzaba el día de la lotería, cuando mi madre sacaba el nacimiento: un puchero intencionadamente agujereado en cuyo interior se veía al Niño en su cuna, sus padres a ambos lados y un buey y una mula echados; todo iluminado por unas luces de color intermitentes y arrítmicas que le ponían ese aspecto psicodélico, de familia desestructurada. Y una bandeja, siempre sobre la mesa, con mazapitas, turrón y polvorones para las visitas. Esos días venían mis abuelos a casa y probábamos cordero asado y langostinos. Y sidra. Mi padre nos repartía unas copas alargadas después de la cena de Nochebuena, justo antes de salir para la Misa de Gallo. «Si fuera borracho, lo sería de sidra», confesaba mi padre siempre esa noche. Nos picaba la nariz al probarla. Mi madre se ocupaba de aspectos más útiles: hacía años que había derrocado a los Reyes Magos de un plumazo aludiendo razones prácticas. Era mejor Papá Noel, se justificaba, que entregaba sus regalos antes y nos dejaba todas las vacaciones para jugar con ellos. Los Magos de Oriente fueron siempre para nosotros muy poco diligentes, demasiado lentos en un viaje absurdo a camello y por tierra.
Pero no teníamos árbol de Navidad. No se vendían esos que ahora son tan comunes, de plástico, plegables y que se guardan cómodamente en sitios para maletas que nunca viajan. Papá Noel nos traía sus regalos en cajas del Corte Inglés, con una pegatina donde figuraba nuestra dirección y, no pocas veces, la factura pegada con un celofán amarillento. Por entonces había demasiadas cosas amarillentas: la iluminación de las calles, el papel higiénico, los impermeables.
No había lugar para la magia; al regresar de misa, ya en la cama, cuando aún no nos habíamos dormido, oíamos a mi padre sacar todas esas cajas de un armario, maldecir su tamaño y proporciones y comentar con mi madre algo sobre el precio de los juguetes. A la mañana siguiente, desordenados sobre la mesa del salón, había un balón, vestidos para la Nancy y complementos de guerra para el Geyperman.

«Este año vamos a poner árbol», dijo mi padre una Navidad. Recuerdo que el Dodge no arrancó bien por el frío. Y mi anorak azul, con una banda roja y blanca como la bandera de Austria que le cruzaba el pecho.
Y recuerdo el hacha: no muy grande, a estrenar, con su filo metálico y brillante, la cabeza pintada en rojo y el mango barnizado con la inscripción Bellota. Mi padre lo puso en el maletero, allí perdió ese aire afilado y amenazante de arma blanca.
Tomamos la general hacia el oeste. Tan solo unos kilómetros.
La empinada ladera nacía de la cuneta misma y subía hasta una altura temible para mi edad. Allí había algunos pinos, los únicos de la comarca. De copas densas y oscuras soportadas por troncos bien ásperos. Las botas se nos hundían en el crujiente manto de pinaza cuando dejamos el coche en el arcén y comenzamos a trepar.
Desde allí pude ver el humo lejano de las fábricas; blanquecino y perezoso, no lograba disolverse, se quedaba tendido como una gran manta de niebla que cubriera la llanura.
«Ese», dijo mi padre. Un pimpollo al abrigo de sus mayores, discreto, invernando en silencio a la espera de alguna primavera. Su tronco era aún vacilante, algo curvado aunque ya grueso; su copa, un penacho desordenado. Como árbol de Navidad valía bien poco, distaba bastante de ser el abeto afilado que ponían en Con ocho basta. Pero ahí estaba, intentándolo en una tierra para cereal y viñas.
El primer golpe solo produjo un temblor, una sacudida que pareció despertarlo de su letargo. «Sepárate un poco», dijo mi padre. Los siguientes abrieron una herida mínima en su corteza. Los coches pasaban abajo. Nos miraban. Sentí pudor cuando sonó la bocina de un camionero. Mi padre aumentó la intensidad y la frecuencia de los hachazos. Logró abrir una pequeña brecha en el tronco, clareó su joven madera; saltaban pedazos de corteza hacia todos lados. Se le fue quitando el brillo al filo, era ya un hacha en uso y no uno de escaparate de ferretería; comenzó a borrarse la palabra Bellota. Sin quererlo, me puse de parte del hacha, porque hasta entonces había sido más del pino. Pero a cada golpe comenzó a crecerme dentro un deseo devastador, algo que iba claramente en contra de aquel árbol.
Mi padre se quitó el abrigo y sacó un Winston. Me ofreció. Nos salía vaho por la boca, y humo.
Cuando cayó, no hizo ruido. Para desprenderlo, tuvimos que tirar con nuestras manos y romper esa tira de corteza que aún lo mantenía unido al tocón. Lo arrastramos con dificultad ladera abajo hasta el Dodge. Entró aplastado en el maletero. Mi padre dejó el hacha en el suelo del asiento trasero y se limpió las manos con una gamuza de color amarillo que siempre iba en la guantera. Un conductor nos gritó algo al pasar. Mi padre no respondió.
Cuando quiero regresar a aquellas navidades me basta un paquete de Winston para hacerlo. Lo abro y lo huelo. Luego, siempre leo donde pone Filter-Cigarettes.

Diciembre 2018

Relato ganador en el concurso Zenda Libros #CuentosdeNavidad 2018