martes, 5 de mayo de 2020

ALCANFOR


La puerta siempre estaba abierta, solo tenías que girar el pestillo y se producía ese golpe seco; su eco en el gran portal de entrada, chirrido de goznes y aquella bocanada de aire fresco y oscuro. ¡Agüelo! Gritabas. ¡Agüela! Y la distante y amortiguada respuesta: Aquí. Se te acostumbraban los ojos y enseguida observabas el friso recorriendo la pared. Dios bendiga cada rincón de esta casa en un Sagrado Corazón de Jesús, todavía con su pegatina de la Librería Pastoral Diocesana. Abrías la puerta de la sala y en la mesa camilla, casi atufados por el picón, tapados con las faldillas: mis abuelos. Ambrosio y Ángeles. Ambos envueltos en una neblina de perceptible ancianidad rural.
A mi abuelo se le había quedado el acto reflejo de esconder Mundo Obrero en cuanto sentía la puerta. Lo metía debajo del cojín de una silla y justificaba la postura cogiendo la badila y atizando el brasero. Ardían las cañas de las piernas en cuanto te sentabas. Sólo entonces, mi abuela te afeaba el tipo, la ropa, el peinado y te contaba de muertes y desgracias del pueblo.
Mi abuela iba de luto. Tenía una lata de membrillo con una escena castiza en su tapa que contenía estampillas de santos a los que rezaba diariamente. Era muy devota de Santa Gemma Galgani, patrona de los farmacéuticos, de los que era buena clienta. Enumeraba sus males por orden posológico: esta es para la circulación, una por la mañana; esta para la cabeza, con cada comida; esta para el corazón, dos al día; esta es para las piernas, cuando me duelan. E iba apartando pastillas como escogiendo lentejas.
Mi abuelo veía los toros y escuchaba la radio. Le gustaba el Viti. Leía los Interviu atrasados que le llevábamos y nunca contaba cosas de la guerra. Tenía los dedos de la mano con una textura como la de las zanahorias. Y un pelo blanco y tupido bajo la boina. Hizo la mili en África. Había salido adelante en silencio. Llevaba ahora en la cara los surcos del campo. Pasaba mucho tiempo en el corral haciendo picón y apañando las gallinas. Nunca nos dejaba subir solos al doblado. Fue él quien le puso a la gata Nadiuska.
Mi abuela se echaba Agua del Carmen en el pelo. Todavía puedo olerlo. Usaba palangana y tenía un arcón en la alcoba donde yo dormía lleno de cobertores y comida. Legumbres y aceite, sobre todo. Por si venía otra guerra, explicaba. Dios quiera que no conozcáis vosotros una guerra, apostillaba. Había orinales bajo las camas y colchones de lana donde te hundías hasta desaparecer. Era agradable dormir las amanecidas en esa luz dulce que entraba por el ventanuco.
Mi abuela no usaba gas. Hacía cocido en una lumbre. Y lavaba en una tabla con Nieve al lado del pozo de la mano negra donde nos tenían prohibido asomarnos. Olía a alcanfor siempre que abrías un armario. Se peinaba cuando salía el Papa en la televisión y despedía al presentador del telediario como si pudiera escucharla. Quede usted con Dios, le decía. Y apagaba la tele. 
Mi abuelo pasaba las tardes echando la partida en el bar de Constante o en el melonar a la sombra de un chamizo con otros viejos. A veces me llevaba y les escuchaba hablar del tiempo y otras cosas.  Fumaban Mencey y se reían con los chistes verdes. Un día, uno de ellos contó algo de la guerra. Mi abuelo no dijo nada. El hombre es del bar y de la calle, la mujer es de su casa y sus hijos, sentenciaba mi abuela.
A mi abuela la visitaban: Paula la Zapardiela, la Boni, la Cristina y la Petra. La primera blasfemaba, la segunda era pícara y gorda, la Cristina llevaba pañuelo en la cabeza cuando venía de la huerta y la última siempre iba con prisas porque llegaba su marido de la obra. La Petra era recogida, discreta; de pómulos marcados, un rostro de hambre y guerra. Destilaba una pobreza digna y abnegada en su mirada de simio inocente.
Mi abuela cosía por las tardes con la Singer, que estuvo escondida durante la guerra. Mientras pespunteaba, Elena Francis aconsejaba: querido Capricornio de Manresa, si la quieres, la respetarás. En la guerra quitaban todo, me contó una de esas tardes. Un día volvía del lavadero y en la casa de un rico, a través de una ventana abierta, pudo ver su alcoba de casada. La cama, las mesillas y la cómoda. Y el palanganero. Eso me contó, y luego se calló un buen rato.
Un día llegó una carta certificada. Era una medalla para mi abuelo. De la guerra. Y mucho dinero. Mi abuelo dijo que le reconocían algo, que debía haber sido cosa de Felipe González. Mi abuela se puso a llorar. Manda cojones, Ángeles, después de los años, dijo mi abuelo. Luego la besó en la frente y me dio vergüenza. Bendito sea Dios, Ambrosio, que no venga otra guerra, dijo mi abuela.
El tiempo parecía haberse quedado atrapado entre aquellos gruesos muros de tapial. Remansado y pacífico, antiguo. Un tiempo de alcanfor. Ellos mismos parecían atrapados allí. Mi tío les llevó una vez de viaje, por eso había una foto en blanco y negro sobre el aparador de la sala donde se les veía a los dos posando en el Monasterio de Piedra. Sólo en esa foto pude verles fuera de su casa. Mi abuela decía que bastante había andado durante la guerra. Mi abuelo que no podía dejar solas a las gallinas. Ve ahí, apoyaba mi abuela.
Cuando nos íbamos, se quedaban los dos en la puerta hasta que el coche desaparecía calle abajo, hasta que giraba por la calle Ancha. Entonces, yo me volvía y les veía como dos acentos trazados sobre el muro de cal. Y aún me parece verlos allí de pie. Despidiéndose.

Mayo 2020
Relato ganador en el concurso Zenda Libros #Nuestros mayores



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