Estoy
seguro, cerca de vuestra casa hay un aeródromo. Y no es extraño encontrar allí
apasionados de los aviones antiguos, viejos pilotos que aún disfrutan sintiendo
el aire en su cara. Podréis reconocerlos por sus gruesas cazadoras de cuero,
por los mapas mal doblados que asoman por cualquiera de sus bolsillos y,
definitivamente, por esa afición a las barras donde exageran viejas historias.
Contratad
a uno de ellos y disponed todo para la partida.
Os
aconsejo equipaje ligero, un avión siempre lo agradece. Imprescindibles cazadora
y botas fuertes, buenas gafas de sol y un pañuelo que os cubra la cabeza. Mejor
ropa transpirable; no intentéis ahorrar en la tienda de campaña. Antes de
despegar, indicadle a vuestro piloto que no abandone rumbo 180. Recordadle
también que no estorban las cartas de navegación y un buen manual de vuelo en
la guantera de un avión.
No
os habréis acomodado aún en la carlinga cuando estaréis sobrevolando el
Estrecho de Gibraltar. Observaréis que allí dos mares se juntan en un peñón.
Con seguridad os moverá el levante allá arriba. Esa bruma suele enfriar el
rosto, pero rápido aclarará y podréis distinguir un paisaje verde, quebrado; un
sin fin de casitas blancas se derraman salpicando sus laderas. Tan pronunciadas
muchas de ellas, que desembocan en playas inmensas y abiertas hechas de espuma
y sal; envueltas por esa luz que os parecerá nueva.
Inmediatamente
el piloto recibirá la señal de un radiofaro; junto a él, una gruta: es África.
Vuestro
piloto ya sabrá que puede volar bajo sobre la amplia llanura del Gharb. El poniente
fértil tapizado de cereal, de cartesianas tramas de olivo. Aún pueden
encontrarse monedas romanas con el arado. No le costará encontrar un pedazo de
campo despejado para vuestra primera escala. Montad la tienda y descansad. El
atardecer puede ser un buen momento para charlar. No le creáis todas las
historias; tampoco las echéis en saco
rotro. Se os hará tarde al amor del fuego, pero despegad con la primera luz.
Esa
jornada no será extraño ver ahí abajo mercados bulliciosos en los cruces de los
grandes caminos. Hasta topar con una pared rocosa de una cordillera cicatrizada
por gargantas. Una vez rebasada, se precipita hasta amansarse en el amplio
pedregal que vuelve la vista marciana y ajena al mundo. Allí el viento parece
no haber encontrado nunca límites y pulveriza sin tregua la roca en arena
formando el Gran Desierto.
Protegeos
del sol. Llevad abundantes reservas de agua. No intentéis atravesarlo de una
vez. Aterrizad y dejad que descanse el piloto. Revisad el motor. Escuchad la
Tierra. Llorad, si sabéis, bajo la eterna noche azul. Escuchad las rocas
estallar. Poned nombre a una estrella y bautizaos de toda esa inmensa soledad.
Serán
varios días despegando al amanecer, ganando altura, luchando contra las
tormentas de arena. Hay quien prefiere ponerle vaselina al exterior del motor
para protegerlo del polvo fino y voraz. Sólo así podréis dejar atrás las dunas
para llegar más lejos.
Un
día, el suelo irá perdiendo ese tono ocre. Abajo, os señalará el piloto una
gran mancha verde. Encontraréis una frondosidad enmarañada de lianas y pantanos
por la que serpentean ríos oscuros y lentos. Volad alto a la vista de la selva
tropical, evitad las capas más húmedas. Si no fuera por el viento, podríais
escuchar variados sonidos aviarios o la premonición misteriosa y amenazante de
los tambores. Montad guardia a la puerta de la tienda cada noche rifle en mano.
La selva no perdona al viajero incauto.
Pronto
será el momento de esa botella que acomodasteis entre la ropa. El piloto os
indicará latitud 0º. Abridla y brindad. Un cielo nuevo os espera esa noche.
Pero
antes de lo esperado, cuando la piel parece haberse acostumbrado ya a la
transpiración y los insectos, en una transición inadvertida incluso para los
ojos más atentos, el suelo se os volverá adusto, arbustivo. El paisaje se irá
alisando, propicio para lances de caza y carreras, pensaréis de inmediato. Con
el sol ya a la espalada, encontrareis las primeras manadas espantadas por el
ruido del motor. Os llamará al tacto la textura suave de su piel de hierba, sus
grandes árboles solitarios; a la mirada el incendiado anochecer recién
aterricéis. Se os ensanchará el espíritu, creedme.
Pedidle
al piloto un último vuelo rasante al amanecer. Allí el horizonte no parece poner
obstáculos al pensamiento. Luego Despedidlo. Quemad el avión. Contemplad la
esbelta columna de humo y no os arrepintáis. No busquéis nunca la forma de
regresar.
A Santiago, que lo inspiró, como tantas otras cosas.
Toledo, agosto 2020