A menudo tengo que dejar de leer y tomarme un
instante para observar a Tango dormir en el sofá pegado a mi pierna. No puedo
evitar la tentación de pasarle la mano por el lomo hasta provocar esa especie
de rezongo apagado y profundo que emite de puro gusto, de infinita
satisfacción. Una forma más que tiene de agradecer la vida que le damos. En una
cuidad donde vive repleto de atenciones, juegos, buenos cuidados veterinarios y
largos paseos por el parque. Uno más de la familia. Tan implicado que ha
llegado a distinguir qué día de la semana es o a dónde nos dirigimos y cuándo
volveremos según el calzado o la colonia que usemos. Sin embargo, la primera
vez que vio un conejo en el campo huyó despavorido a refugiarse en mis pies
preguntándome con la mirada qué podría ser aquel engendro. Tango es la
vergüenza de los cocker. Pero es nuestro perro. Alguna noche me quedo mirando
esos ojos antes de apagar la luz —sí, duerme en nuestra cama—, me miran tan
cerca que me pregunto qué puede haber en el fondo de ese abismo insondable que crece
tras sus pupilas azul oscuro. Siempre me ha parecido un milagro que hombre y
perro puedan conversar así, en silencio. Pero enseguida resuelvo que no es más
que su instinto, una querencia interesada y yo, quizás, deba apagar ya la luz y
tratar de dormir a pesar de sus frecuentes ronquidos.
Crecí en una tierra dura, sí. En un tiempo en
que cada hombre, cada animal, tenía su sitio. Los perros en el corral. A menudo
en casetas pequeñas e infectadas de bichos donde apenas podían moverse, casi
siempre atados a una cuerda corta a la que pasaban amarrados su triste vida sin
estímulos con el único sustento del pan duro, sobras de comida —si había— y tremendos
varazos en las costillas las noches que abusaban de los ladridos. Pude
presenciar no pocas palizas cuando aullaban. «Barruntan muerto», se decía. Los
perros huelen la muerte como las lechuzas presienten la de los niños. Y uno
crece con eso, enseguida lo incorpora a su catálogo de hechos habituales como ver
a las mujeres siempre en la casa y los hombres sobre el tractor o en el bar.
Don Emiliano dijo que tenía algo de podenco
cuando le llevamos a vacunar, pero que era cruzado y que seguramente se habría
escapado de alguna cacería. Y negro. Le puse Moro. Mi padre lo vio bien y me
trajo un collar usado que traía una pequeña plaquita donde grabamos el nombre. Cuando
lo encontré en aquella cuneta solo y tísico, no se me ocurrió qué utilidad
podría tener un perro en casa que no fuera la caza, y mi padre ya había colgado
la escopeta por un reuma que le vino aquel invierno. Además, estaba claro que
el Moro no tenía aptitudes venatorias. Le aterraban los cohetes, las
explosiones, los ruidos. Así que como teníamos un negocio de venta de
materiales de construcción, guardaría el almacén, resolvieron mis padres por
darme el gusto. El Moro, después de acompañarme a la entrada de la escuela,
volvía a la nave y allí se pasaba la mañana entera pendiente de todo, cuidando
de que ningún extraño se colara donde no debía antes de ir a recogerme a la
hora exacta en que nos soltaba el maestro para escoltarme de nuevo. Pasaba las
noches en su caseta con la misma función. Desde nuestra casa, adosada al
negocio, podíamos oírle ladrar cuando algo extraño sucedía. Tenía un ladrido
muy particular, ronco y desproporcionado para su raza; tanto que sin verle, uno
podría suponer de él un temible y violento perro de presa. Pero el Moro no
sabía tener maldad más allá de su peculiar voz de tenor. Solía acompañarme a las
excursiones por el río con mis amigos, a los que incluso les permitía subirse
en su lomo cuando nos daba por jugar a vaqueros e indios. No recuerdo que se le
lavara nunca, y no protestaba si mi madre lo espolvoreaba con Zotal para matar
los racimos de garrapatas cuando ya no podía ni abrir los ojos. Jamás un amago
de violencia, un mal gruñido ni los dientes fuera de su boca. El Moro era
abnegado y paciente.
Les divertía tirar petardos encendidos por
encima de la tapia. Luego, por un ventanuco, disfrutaban de ver al Moro
enloquecido, corriendo sin rumbo presa del pánico, ladrando y golpeándose
contra los palés de ladrillos y cemento. No sé exactamente de quién pudo ser la
idea de saltar y atarle esa ristra de latas al rabo. Todos los de esa panda disfrutaban
con eso y con matanzas de gatos o palomas. Sé que el Moro se dejó hacerlo, eso
seguro. Y no me creí nunca que llegara a morderlo. Pero lo cierto es que su padre vino a mi casa a la
hora de la cena y habló de médicos y costes en el salón con el mío mientras yo
me terminaba, lo recuerdo, una tortilla francesa.
«Ve a buscar un saco a la nave», me
ordenó mi padre mientras le vi dirigirse al armero.
El Moro se arrugó con el tiro. Como si tuviera
frío. Se quedó encogido sobre el suelo. Le salió mucha sangre por una oreja. Dejó
aquella mancha en el patio durante meses.
Luego
el saco, el puente. Anochecía. Cuando lo tiramos sonó igual que nuestras
zambullidas desde lo alto del ojo principal. Esas que el Moro celebraba desde
la orilla con su peculiar ladrido.
Lo dejamos flotando sobre la corriente como
una pequeña y abultada isla a la deriva. Graznó el primer cuervo antes de descolgarse
de la rama e ir a posarse sobre aquel saco hinchado para dar el primer
picotazo.
«Vámonos al pueblo, dijo mi padre». Y arrancó
la furgoneta.
Octubre 2019
Muy muy bueno, Óscar. En tu línea agro-nostálgica pero sin caer en la sensiblería. Te veo en la final...
ResponderEliminarGracias Luís. Me da igual el concurso, me conformo con que le guste a quien escribe tan bien como tú.
EliminarUna historia preciosa, triste pero a la vez tierna. Muy bien escrita. Me ha encantado.
ResponderEliminarEres muy amable, extremadamente amable.... No te falta razón. No te sobra razón.
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