jueves, 12 de septiembre de 2019

EL ÚLTIMO AUTÓGRAFO


Qué bien se está a su arrullo. Qué bien si es una mañana fría de Madrid. Y Navidad. Por eso andamos desocupados pisando aceras e interrumpiéndonos el vaho con besos. Si entras en una librería y compras algunos títulos. Si hay apreciaciones urbanas sobre fachadas o calles. Qué bien ser ahora dos anónimos confundidos en la gente que apura compras o espera el autobús. Dar esa carrera para apurar un semáforo, pegar la nariz a alguna curiosidad detrás de un vidrio, tomarse de la mano, pegarse esperando el verde en el paso de cebra. Sentir su muslo. Qué bien contigo ahora que ya nos toca. Qué bien con esos ojos que todo lo miran y todo lo ven. Qué bien con su voz cerca. Qué bien con su piel al tacto. Qué bien el Universo alineado.
Qué bien llegar a ese calorcito de café, sentarnos y sentir en mi costado el junco de su cuerpo. Qué bien ese que irradia. Y que me llega. Esperar así a Rafael que asoma momentos después por el ventanal su perfil de abrigo negro, sombrero negro, corbata negra. Bien sostenido por un brazo cercano que tira de sus pasos apegados a los adoquines. Verle alzar la vista con sorpresa a nuestra presencia. Tocar sus manos de maestro disecador, acomodarlo en un sitio y pedirle uno con leche y tres churros.
Qué bien ella a mi lado y al otro él. El mejor sitio. Buscar su muslo. Buscar ese perfil. Entre dos voces. Entre dos astros.
Le gustan los churros. Y eso que cena primero, segundo y postre todos los días. El segundo lo alojó entre pecho y espalda bien empapado en el café. Luego una servilleta de papel y la ayuda del pañuelo que sale del bolsillo de su americana. El tercero se le fue al suelo y allí quedó junto a sus pies, olvidado después de un intento vano de pararlo, o recuperarlo. Con su mirada. Parece como si sólo le quedara eso. Y su fingida sordera. Esos oídos que están a todo y parecen no estar a nada. Acaso puntualiza o pregunta a lo sumo un par, tres cosas. Alzando la voz como una saeta. Ojos acuosos que parecen llover en horizontes lejanos, inaccesibles.
Me cuenta otra vez lo del dibujo. Esos sólidos que no pesan. Distingo sus venas negras bajo la piel de pergamino. Su perfil grave.
Se fija en ella. No se espera Rafael por su costado un torbellino dulce. Una ráfaga de las que levantan espuma blanca y salada. No son días de doblegar su voluntad. Con tanto acebo y tanto gasto. Pero lo va a desarmar, Beatriz lo va a hacer y yo lo sé. Siempre lleva su voz y su sonrisa. Algo que nunca acabaré de desentrañar. Algo que habita dentro, y sale. Pero no sale. Algo que yo solo puedo ver.         
Rafael encuentra su lupa en algún recoveco de tela. Y yo miro su manos —muy espesas de manchas, como La Jara— empuñar un bolígrafo. Abrir un libro por el que asoma un niño de Guadalajara. Se miran un instante. Rafael y el niño. Beatriz y el niño. Santiago y Rafael. Santiago y Alfanuhí. Propiedades transitivas todas. Y yo.
Comienza la lenta caligrafía de trazo infantil, quebrado. Le parte el nombre: Bea-triz. Le parte el apellido.
Y parte Madrid.
Ella me parte.
                Salen del libro bomberos y bueyes. Tintas mágicas y el Madrid de los rebaños. Hay una marioneta guapita con un coñac en la barra que nos mira con su sonrisa escueta de sandía y sus palas de madera apoyadas en el mostrador. Comienza un baile sobre la barra. Tan solo nosotros le vemos. Porque ocurre que vemos por los mismos ojos. Porque ocurre que nos cubre la misma piel.
Entregados a la calle, su llanto. Mi mano que rodea su cintura. Beber sus lágrimas y andar Madrid.
 Y Aún le queda una última mano, esa que aparta un Jarama con desprecio, adornándose en el remate de la serie: ¡Fuck you, Parages!
Toledo, enero 2019

Rafael Sánchez Ferlosio dedicó su último Alfanuhí la mañana del 5 de enero de 2019 en Madrid. Se lo firmó a Beatriz Arrogante, ese calor que me arrulla siempre. Para ella es este relato.

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