Qué bien se
está a su arrullo. Qué bien si es una mañana fría de Madrid. Y Navidad. Por eso
andamos desocupados pisando aceras e interrumpiéndonos el vaho con besos. Si
entras en una librería y compras algunos títulos. Si hay apreciaciones urbanas
sobre fachadas o calles. Qué bien ser ahora dos anónimos confundidos en la
gente que apura compras o espera el autobús. Dar esa carrera para apurar un
semáforo, pegar la nariz a alguna curiosidad detrás de un vidrio, tomarse de la
mano, pegarse esperando el verde en el paso de cebra. Sentir su muslo. Qué bien
contigo ahora que ya nos toca. Qué bien con esos ojos que todo lo miran y todo
lo ven. Qué bien con su voz cerca. Qué bien con su piel al tacto. Qué bien el
Universo alineado.
Qué bien
llegar a ese calorcito de café, sentarnos y sentir en mi costado el junco de su
cuerpo. Qué bien ese que irradia. Y que me llega. Esperar así a Rafael que asoma
momentos después por el ventanal su perfil de abrigo negro, sombrero negro, corbata
negra. Bien sostenido por un brazo cercano que tira de sus pasos apegados a los
adoquines. Verle alzar la vista con sorpresa a nuestra presencia. Tocar sus
manos de maestro disecador, acomodarlo en un sitio y pedirle uno con leche y
tres churros.
Qué bien ella a
mi lado y al otro él. El mejor sitio. Buscar su muslo. Buscar ese perfil. Entre
dos voces. Entre dos astros.
Le gustan los
churros. Y eso que cena primero, segundo y postre todos los días. El segundo lo
alojó entre pecho y espalda bien empapado en el café. Luego una servilleta de
papel y la ayuda del pañuelo que sale del bolsillo de su americana. El tercero
se le fue al suelo y allí quedó junto a sus pies, olvidado después de un
intento vano de pararlo, o recuperarlo. Con su mirada. Parece como si sólo le
quedara eso. Y su fingida sordera. Esos oídos que están a todo y parecen no
estar a nada. Acaso puntualiza o pregunta a lo sumo un par, tres cosas. Alzando
la voz como una saeta. Ojos acuosos que parecen llover en horizontes lejanos,
inaccesibles.
Me cuenta otra
vez lo del dibujo. Esos sólidos que no pesan. Distingo sus venas negras bajo la
piel de pergamino. Su perfil grave.
Se fija en
ella. No se espera Rafael por su costado un torbellino dulce. Una ráfaga de las
que levantan espuma blanca y salada. No son días de doblegar su voluntad. Con
tanto acebo y tanto gasto. Pero lo va a desarmar, Beatriz lo va a hacer y yo lo
sé. Siempre lleva su voz y su sonrisa. Algo que nunca acabaré de desentrañar.
Algo que habita dentro, y sale. Pero no sale. Algo que yo solo puedo ver.
Rafael
encuentra su lupa en algún recoveco de tela. Y yo miro su manos —muy espesas de
manchas, como La Jara— empuñar un bolígrafo. Abrir un libro por el que asoma un
niño de Guadalajara. Se miran un instante. Rafael y el niño. Beatriz y el niño.
Santiago y Rafael. Santiago y Alfanuhí. Propiedades transitivas todas. Y yo.
Comienza la
lenta caligrafía de trazo infantil, quebrado. Le parte el nombre: Bea-triz. Le parte
el apellido.
Y parte Madrid.
Ella me parte.
Salen
del libro bomberos y bueyes. Tintas mágicas y el Madrid de los rebaños. Hay una
marioneta guapita con un coñac en la barra que nos mira con su sonrisa escueta
de sandía y sus palas de madera apoyadas en el mostrador. Comienza un baile
sobre la barra. Tan solo nosotros le vemos. Porque ocurre que vemos por los
mismos ojos. Porque ocurre que nos cubre la misma piel.
Entregados a
la calle, su llanto. Mi mano que rodea su cintura. Beber sus lágrimas y andar
Madrid.
Y Aún le queda una última mano, esa que aparta
un Jarama con desprecio, adornándose en el remate de la serie: ¡Fuck you, Parages!
Toledo, enero
2019
Rafael Sánchez Ferlosio dedicó su último Alfanuhí la mañana del 5 de
enero de 2019 en Madrid. Se lo firmó a Beatriz Arrogante, ese calor que me arrulla
siempre. Para ella es este relato.
Un día precioso y un recuerdo imborrable, gracias.
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