Y después del postre, mi padre nos enseñaba a
fumar. La prueba era sencilla: encendía un Winston y nos lo daba a probar.
Después de darle una calada, debíamos retener el humo y pronunciar la frase:
“el buen fumador que sabe fumar echa el humo después de hablar” para después
expulsarlo. Le seguían toses ahumadas de mis hermanas entre burlas y risas de
mi madre. Yo sí sabía tragarme el humo. Masticaba la frase con una lentitud
premeditada, recreándome; me sentía tan adulto que adoptaba esa pose
condescendiente de hermano mayor cuando las pequeñas rogaban otra oportunidad
que, gracias a mi insistencia, les era concedida. Y así, domingo tras domingo,
los tres, que nos llevamos entre nosotros tan sólo unos diez meses, conseguimos
aprender a fumar.
Yo tenía doce años. Y a esa edad la Navidad
es un cuento. Comenzaba el día de la lotería, cuando mi madre sacaba el
nacimiento: un puchero intencionadamente agujereado en cuyo interior se veía al
Niño en su cuna, sus padres a ambos lados y un buey y una mula echados; todo
iluminado por unas luces de color intermitentes y arrítmicas que le ponían ese
aspecto psicodélico, de familia desestructurada. Y una bandeja, siempre sobre
la mesa, con mazapitas, turrón y polvorones para las visitas. Esos días venían
mis abuelos a casa y probábamos cordero asado y langostinos. Y sidra. Mi padre
nos repartía unas copas alargadas después de la cena de Nochebuena, justo antes
de salir para la Misa de Gallo. «Si fuera borracho, lo sería de sidra»,
confesaba mi padre siempre esa noche. Nos picaba la nariz al probarla. Mi madre
se ocupaba de aspectos más útiles: hacía años que había derrocado a los Reyes
Magos de un plumazo aludiendo razones prácticas. Era mejor Papá Noel, se
justificaba, que entregaba sus regalos antes y nos dejaba todas las vacaciones
para jugar con ellos. Los Magos de Oriente fueron siempre para nosotros muy
poco diligentes, demasiado lentos en un viaje absurdo a camello y por tierra.
Pero no teníamos árbol de Navidad. No se
vendían esos que ahora son tan comunes, de plástico, plegables y que se guardan
cómodamente en sitios para maletas que nunca viajan. Papá Noel nos traía sus
regalos en cajas del Corte Inglés, con una pegatina donde figuraba nuestra
dirección y, no pocas veces, la factura pegada con un celofán amarillento. Por
entonces había demasiadas cosas amarillentas: la iluminación de las calles, el
papel higiénico, los impermeables.
No había lugar para la magia; al regresar de
misa, ya en la cama, cuando aún no nos habíamos dormido, oíamos a mi padre
sacar todas esas cajas de un armario, maldecir su tamaño y proporciones y
comentar con mi madre algo sobre el precio de los juguetes. A la mañana
siguiente, desordenados sobre la mesa del salón, había un balón, vestidos para
la Nancy y complementos de guerra
para el Geyperman.
«Este año vamos a poner árbol», dijo mi padre
una Navidad. Recuerdo que el Dodge no arrancó bien por el frío. Y mi anorak
azul, con una banda roja y blanca como la bandera de Austria que le cruzaba el
pecho.
Y recuerdo el hacha: no muy grande, a estrenar,
con su filo metálico y brillante, la cabeza pintada en rojo y el mango
barnizado con la inscripción Bellota.
Mi padre lo puso en el maletero, allí perdió ese aire afilado y amenazante de
arma blanca.
Tomamos la general hacia el oeste. Tan solo
unos kilómetros.
La empinada ladera nacía de la cuneta misma y
subía hasta una altura temible para mi edad. Allí había algunos pinos, los
únicos de la comarca. De copas densas y oscuras soportadas por troncos bien
ásperos. Las botas se nos hundían en el crujiente manto de pinaza cuando
dejamos el coche en el arcén y comenzamos a trepar.
Desde allí pude ver el humo lejano de las
fábricas; blanquecino y perezoso, no lograba disolverse, se quedaba tendido
como una gran manta de niebla que cubriera la llanura.
«Ese», dijo mi padre. Un pimpollo al abrigo
de sus mayores, discreto, invernando en silencio a la espera de alguna
primavera. Su tronco era aún vacilante, algo curvado aunque ya grueso; su copa,
un penacho desordenado. Como árbol de Navidad valía bien poco, distaba bastante
de ser el abeto afilado que ponían en Con
ocho basta. Pero ahí estaba, intentándolo en una tierra para cereal y
viñas.
El primer golpe solo produjo un temblor, una
sacudida que pareció despertarlo de su letargo. «Sepárate un poco», dijo mi padre.
Los siguientes abrieron una herida mínima en su corteza. Los coches pasaban
abajo. Nos miraban. Sentí pudor cuando sonó la bocina de un camionero. Mi padre
aumentó la intensidad y la frecuencia de los hachazos. Logró abrir una pequeña
brecha en el tronco, clareó su joven madera; saltaban pedazos de corteza hacia
todos lados. Se le fue quitando el brillo al filo, era ya un hacha en uso y no
uno de escaparate de ferretería; comenzó a borrarse la palabra Bellota. Sin quererlo, me puse de parte
del hacha, porque hasta entonces había sido más del pino. Pero a cada golpe
comenzó a crecerme dentro un deseo devastador, algo que iba claramente en
contra de aquel árbol.
Mi padre se quitó el abrigo y sacó un
Winston. Me ofreció. Nos salía vaho por la boca, y humo.
Cuando cayó, no hizo ruido. Para
desprenderlo, tuvimos que tirar con nuestras manos y romper esa tira de corteza
que aún lo mantenía unido al tocón. Lo arrastramos con dificultad ladera abajo
hasta el Dodge. Entró aplastado en el maletero. Mi padre dejó el hacha en el
suelo del asiento trasero y se limpió las manos con una gamuza de color
amarillo que siempre iba en la guantera. Un conductor nos gritó algo al pasar.
Mi padre no respondió.
Cuando quiero regresar a aquellas navidades me basta un paquete de Winston para hacerlo. Lo abro y lo huelo. Luego, siempre
leo donde pone Filter-Cigarettes.
Diciembre 2018
Relato ganador en el concurso Zenda Libros #CuentosdeNavidad 2018
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