… lindo y querido, si
muero lejos de ti…, escuché
nada más me abrió la puerta. Se llamaba Rosita y aquello era su casa, un lugar
infecto a las afueras. Pero me habían asegurado que podía hacerlo. Apagó el
tocadiscos y me hizo sentar en una silla vieja y desencolada. Por allí picaba
una gallina desplumada y tísica recién llegada a la que había atropellado una troca en Jalisco, me contó. Rosita
llevaba allí toda la vida, desde pequeña, cuando se quedó huérfana y sola. Era ya
una mujerona abultada, con un aire de ama de cría, como de otro tiempo. Buena,
decían, era. Ayudaba a los que andábamos perdidos, vagando nomás. Me había dado
razón de ella aquel austriaco espigado y serio, el que menos me podía imaginar.
Una noche le conté lo de Isabella y, «ve a ver a Rosita», me dijo.
Aquí
no nos andamos con chiquitas: si queremos algo, bajamos a buscarlo; es la
costumbre. No hay nada que perder ya. Rosita me ayudaría a traer a Isabella,
así de simple. Y yo la pagaría por ello.
Rosita
apartó la gallina de un par de patadas que no llegaron a alcanzarla y ordenó
todo para la ceremonia. Comenzó con todas esas preguntas, todo eso que aquí ya nos
importa bien poco.
Yo
sólo tenía que quedarme quieto, cerrar los ojos y esperar, me dijo.
Desperté.
Debí quedarme dormido. Rosita ya no estaba. La silla sobre la que estaba
sentado era ahora un largo banco de la sala de espera de llegadas internacionales
del aeropuerto. En uno de los paneles enumeraban los vuelos. Rosita me había
asegurado que Isabella aterrizaría en el vuelo 21118 procedente de México.
Nos
separamos hace años. Luego me fui, lejos. Pero nunca me acostumbré a estar sin Isabella.
Me preguntaba si lograría reconocerla entre tantos pasajeros. Podía haber
cambiado de peinado, lo hacía a menudo cuando estábamos juntos.
El
vuelo traía retraso, informaron.
Debo
ser invisible, pensé mientras deambulaba haciendo tiempo. Recibía golpes y
codazos de gente apresurada, me atropellaban con esas maletas que corrían sobre
ruedas. Busqué un restaurante.
Comí
algo. Había olvidado ya el sabor de la cerveza y los callos. Luego me senté a esperar,
a mirar la gente pasar.
Llamaron
por megafonía para algo urgente relacionado con el vuelo. Me acerqué al punto
que indicaron. Un grupo de gente se arremolinaba frente a un mostrador. Gritaban,
lloraban; un par de mujeres y un hombre de chaqueta pedían calma. Había
periodistas con cámaras y micrófonos. Una chica se desmayó delante de mí y tuve
que sostenerla. El vuelo 21118 se había estrellado cuando hacía la
aproximación.
Llegaron
policías y despejaron el lugar de curiosos. Nos hicieron pasar a una gran sala.
Nos sentaron y nos dieron agua y calmantes. Un chico de la aerolínea me preguntó
cómo me encontraba y a quién esperaba. Le dije que muy bien y que a Isabella. Me
miró extrañado, repasó unos folios e hizo una marca en un nombre, el nombre de Isabella.
Luego nos hablaron, nos dijeron muchas cosas: que lo sentían, que teníamos todo
su apoyo y colaboración, que nos alojarían en un hotel cercano hasta estar en
disposición de darnos una información más detallada, que estaban confeccionando
una lista definitiva del pasaje. Y que todos estaban muertos. Me alegré por Isabella.
Era
una habitación amplia, con dos camas y un escritorio. Por la ventana podían
verse las luces del aeropuerto. Sonaban muchos helicópteros, y aún pasaban camiones
de bomberos a toda velocidad con las sirenas encendidas. Más allá, pude
distinguir restos de una gran humareda. Puse la televisión, daban la noticia en
todas las cadenas. Había sido algo en los motores, decían. Vi boxeo hasta que
me venció el sueño.
Me
despertó el teléfono bien temprano. Es el día de los muertos, pensé. Debía bajar
al vestíbulo del hotel en media hora. Un autobús nos llevaría hasta las afueras
para reconocer a las víctimas.
Alguien
tuvo que indicarle al chófer que desconectara la radio. Luego se escucharon
sollozos, lamentos y palabras de consuelo entre lágrimas durante todo el viaje.
Un señor a mi lado consultaba un periódico. En la portada había una gran foto,
de reojo pude distinguir la cola de avión intacta y restos del fuselaje entre
llamas y un humo negro que parecía espeso.
El
trayecto fue bastante largo. Al fin entramos en el aparcamiento de un
polideportivo. Hombres con batas blancas fumaban en la puerta. Los periodistas
esperaban por fuera de la valla.
Habían
ordenado los muertos por sus iniciales seguidas de un número. Dijeron que
iríamos pasando al oír nuestro número. Cuando salieron los primeros, hubo quien
tuvo que ser atendido por los psicólogos. Se abrazaban en grupos. Lloraban, se
desmayaban. Yo esperaba.
Dijeron
mi número y las iniciales de Isabella.
Me
pusieron una mascarilla. Me acompañarían dos hombres, me explicaron, me
guiarían hasta el cuerpo de Isabella. Yo debería reconocerla, asegurar que era
ella. Me preguntaron por alguna marca o pertenencia característica. Les dije
que Isabella llevaba un tatuaje en su hombro derecho: una calavera, la Santa
Muerte, y mi nombre.
Sobre
la cancha se habían ordenado en cuadrícula las camillas con todos los cadáveres.
Mientas caminábamos por el lateral conté ciento cincuenta y seis: doce filas
por trece.
Llegamos.
Colgaba una etiqueta del pulgar de su pie derecho. Número 85, ponía, y las
iniciales de Isabella. Había una caja bajo la camilla con sus pertenencias.
La
descubrieron. Enseguida reconocí a Isabella. Sí, era ella. Señalé su hombro
derecho y apuntaron algo en unos impresos. El más alto firmó y se largó. El
otro se apartó unos metros y me dejó a solas con ella.
—Rosita
me dijo que llegabas ayer —dije.
Isabella
abrió los ojos y sonrió. Me besó como sólo ella sabe. Se levantó y se acomodó
el pelo. Buscó un espejito en su caja y se repasó los labios. Coqueta que fue
siempre. Señalé una puerta pequeña al fondo por donde podíamos salir de allí.
Y
juntos, caminamos entre los muertos.
Noviembre 2018
Noviembre 2018
Finalista en el concurso de relatos Zenda Libros #DíadeMuertos
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