viernes, 2 de noviembre de 2018

21118


… lindo y querido, si muero lejos de ti…, escuché nada más me abrió la puerta. Se llamaba Rosita y aquello era su casa, un lugar infecto a las afueras. Pero me habían asegurado que podía hacerlo. Apagó el tocadiscos y me hizo sentar en una silla vieja y desencolada. Por allí picaba una gallina desplumada y tísica recién llegada a la que había atropellado una troca en Jalisco, me contó. Rosita llevaba allí toda la vida, desde pequeña, cuando se quedó huérfana y sola. Era ya una mujerona abultada, con un aire de ama de cría, como de otro tiempo. Buena, decían, era. Ayudaba a los que andábamos perdidos, vagando nomás. Me había dado razón de ella aquel austriaco espigado y serio, el que menos me podía imaginar. Una noche le conté lo de Isabella y, «ve a ver a Rosita», me dijo.
Aquí no nos andamos con chiquitas: si queremos algo, bajamos a buscarlo; es la costumbre. No hay nada que perder ya. Rosita me ayudaría a traer a Isabella, así de simple. Y yo la pagaría por ello.
Rosita apartó la gallina de un par de patadas que no llegaron a alcanzarla y ordenó todo para la ceremonia. Comenzó con todas esas preguntas, todo eso que aquí ya nos importa bien poco.
Yo sólo tenía que quedarme quieto, cerrar los ojos y esperar, me dijo.
Desperté. Debí quedarme dormido. Rosita ya no estaba. La silla sobre la que estaba sentado era ahora un largo banco de la sala de espera de llegadas internacionales del aeropuerto. En uno de los paneles enumeraban los vuelos. Rosita me había asegurado que Isabella aterrizaría en el vuelo 21118 procedente de México.
Nos separamos hace años. Luego me fui, lejos. Pero nunca me acostumbré a estar sin Isabella. Me preguntaba si lograría reconocerla entre tantos pasajeros. Podía haber cambiado de peinado, lo hacía a menudo cuando estábamos juntos.
El vuelo traía retraso, informaron.
Debo ser invisible, pensé mientras deambulaba haciendo tiempo. Recibía golpes y codazos de gente apresurada, me atropellaban con esas maletas que corrían sobre ruedas. Busqué un restaurante.
Comí algo. Había olvidado ya el sabor de la cerveza y los callos. Luego me senté a esperar, a mirar la gente pasar.
Llamaron por megafonía para algo urgente relacionado con el vuelo. Me acerqué al punto que indicaron. Un grupo de gente se arremolinaba frente a un mostrador. Gritaban, lloraban; un par de mujeres y un hombre de chaqueta pedían calma. Había periodistas con cámaras y micrófonos. Una chica se desmayó delante de mí y tuve que sostenerla. El vuelo 21118 se había estrellado cuando hacía la aproximación.
Llegaron policías y despejaron el lugar de curiosos. Nos hicieron pasar a una gran sala. Nos sentaron y nos dieron agua y calmantes. Un chico de la aerolínea me preguntó cómo me encontraba y a quién esperaba. Le dije que muy bien y que a Isabella. Me miró extrañado, repasó unos folios e hizo una marca en un nombre, el nombre de Isabella. Luego nos hablaron, nos dijeron muchas cosas: que lo sentían, que teníamos todo su apoyo y colaboración, que nos alojarían en un hotel cercano hasta estar en disposición de darnos una información más detallada, que estaban confeccionando una lista definitiva del pasaje. Y que todos estaban muertos. Me alegré por Isabella.
Era una habitación amplia, con dos camas y un escritorio. Por la ventana podían verse las luces del aeropuerto. Sonaban muchos helicópteros, y aún pasaban camiones de bomberos a toda velocidad con las sirenas encendidas. Más allá, pude distinguir restos de una gran humareda. Puse la televisión, daban la noticia en todas las cadenas. Había sido algo en los motores, decían. Vi boxeo hasta que me venció el sueño.
Me despertó el teléfono bien temprano. Es el día de los muertos, pensé. Debía bajar al vestíbulo del hotel en media hora. Un autobús nos llevaría hasta las afueras para reconocer a las víctimas.
Alguien tuvo que indicarle al chófer que desconectara la radio. Luego se escucharon sollozos, lamentos y palabras de consuelo entre lágrimas durante todo el viaje. Un señor a mi lado consultaba un periódico. En la portada había una gran foto, de reojo pude distinguir la cola de avión intacta y restos del fuselaje entre llamas y un humo negro que parecía espeso.
El trayecto fue bastante largo. Al fin entramos en el aparcamiento de un polideportivo. Hombres con batas blancas fumaban en la puerta. Los periodistas esperaban por fuera de la valla.
Habían ordenado los muertos por sus iniciales seguidas de un número. Dijeron que iríamos pasando al oír nuestro número. Cuando salieron los primeros, hubo quien tuvo que ser atendido por los psicólogos. Se abrazaban en grupos. Lloraban, se desmayaban. Yo esperaba.
Dijeron mi número y las iniciales de Isabella.
Me pusieron una mascarilla. Me acompañarían dos hombres, me explicaron, me guiarían hasta el cuerpo de Isabella. Yo debería reconocerla, asegurar que era ella. Me preguntaron por alguna marca o pertenencia característica. Les dije que Isabella llevaba un tatuaje en su hombro derecho: una calavera, la Santa Muerte, y mi nombre.
Sobre la cancha se habían ordenado en cuadrícula las camillas con todos los cadáveres. Mientas caminábamos por el lateral conté ciento cincuenta y seis: doce filas por trece.
Llegamos. Colgaba una etiqueta del pulgar de su pie derecho. Número 85, ponía, y las iniciales de Isabella. Había una caja bajo la camilla con sus pertenencias.
La descubrieron. Enseguida reconocí a Isabella. Sí, era ella. Señalé su hombro derecho y apuntaron algo en unos impresos. El más alto firmó y se largó. El otro se apartó unos metros y me dejó a solas con ella.
—Rosita me dijo que llegabas ayer —dije.
Isabella abrió los ojos y sonrió. Me besó como sólo ella sabe. Se levantó y se acomodó el pelo. Buscó un espejito en su caja y se repasó los labios. Coqueta que fue siempre. Señalé una puerta pequeña al fondo por donde podíamos salir de allí.
Y juntos, caminamos entre los muertos.

Noviembre 2018
Finalista en el concurso de relatos Zenda Libros #DíadeMuertos


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