Escuchó su nombre a la enfermera.
—Yo soy.
—Pase, el doctor le espera.
Se
sentó frente al escritorio del joven médico, que buscaba un expediente en su
archivador. Mientras esperaba, con la mirada nerviosa, recorrió una camilla, un
título enmarcado de alguna universidad, un esqueleto, láminas de hombres
abiertos en canal y algunos aparatos metálicos que no conocía. El fonendo
descansaba sobre la mesa, junto a un talonario y varios prospectos.
El doctor abrió una carpeta por fin.
—Verá,
estos son sus análisis. Tengo malas noticias.
—Al
grano, por favor.
—Colesterol
alto, hipertensión, índice glucémico por las nubes, un brote de artrosis… no
hace falta que siga, ¿verdad? Y bastante sobrepeso.
—¿Alguna
sugerencia?
—Le
prescribiré hoy mismo un tratamiento y una dieta estricta.
El
paciente, pensativo, miró al suelo. Se mesó la barba.
—A su
edad no se puede jugar a la ruleta rusa. Se acabaron esos viajes —escuchó.
—Pero
yo… —empezó. Y no pudo continuar.
Abandonó
la clínica despacio, como si le pesaran demasiado los pies. Buscó una farmacia.
Puso sobre el mostrador el fajo de recetas.
La
tienda de Sukunen no quedaba lejos de allí, pero fue un fastidio andar con toda
esa nieve. Compró una lata de gasolina y el diario.
Entró en la cantina, se sentó en la barra y pidió una Dark
bien fría. Sacó su móvil e hizo una llamada al viejo Mustanen, el pastor de
renos. Luego subrayó en la sección inmobiliaria del periódico algunos
apartamentos en alquiler en el centro.
Diciembre de 2018
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