Las
luces de Princesa y los villancicos aventados desde las tiendas me encendieron
un tanto el espíritu. Fue un reflejo involuntario. Anónimos ante los
escaparates, madres con compras, niños de la mano; grupos de jóvenes ruidosos.
Gente. Un ciego vendía en la puerta de El Corte Inglés; al lado, una chica
esperaba mirando el móvil.
Reconocí
el portal, aunque lo habían reformado. Terminé de subir la escalera y llamé.
Sagrario seguía allí. Anciana, con un hilo de voz y un velo en los cristalinos.
Ya casi no veo, sabe usted, dijo al abrir, pero recuerdo bien su voz a pesar de
los años. Pase. Allí olía mal, como a gato. Escuché un rumor de televisión en
alguna pieza del pasillo. He tenido que coger huéspedes, justificó, la pensión,
ya sabe.
Aquella
estancia: los muebles, el cuadro, los arcanos y las canicas; junto a la
ventana, la mesa camilla donde un día la había observado comer sandía. Todo
igual, todo distinto. Al fondo del pasillo, el cuarto donde hace ya tiempo
jugué unos minutos y marqué en la final del mundial de Alemania en el 74.
Lo
que me pide no es fácil, advirtió. Ni barato. Apenas me llega ya el don, sabe
usted. La edad. Se quedó en silencio tratando de adivinarme con la mirada.
Llega un momento en que no vienen, como si se olieran que pronto seré yo quien
vaya con ellos. Pero pasemos, sígame antes de que se haga más tarde, me gusta
cenar pronto.
La
tarima del pasillo crujió a nuestro paso. La televisión donde se oía un
concurso bajó un tanto el volumen.
El
cuarto estaba en penumbra. Esta vez era una bola. Una bola de cristal sobre una
pequeña mesa con dos sillas plegables, así de previsibles son a veces estas
cosas. Sentí una forma de defraudación cuando nos sentamos e impuso sus manos
sobre la esfera; cerró los ojos y comenzó con esa letanía indescifrable. La
bola comenzó a iluminarse. No deje de mirarla, me ordenó. Ridículo, pensé. Pero
si alguien podía hacerlo, si alguien podía devolverme aquello, era Sagrario.
Aquel
mantel, la mesa del salón extendida. Mamá dice que, aunque una vez al año, hace
su servicio. Como la vajilla blanca y las copas talladas. Sentí vértigo cuando
comprobé que podía oler el horno, moverme por la casa; que escuchaban mi voz y
me veían como si tal cosa. Si fuera borracho, lo sería de sidra, dijo mi padre
cuando abrió la botella de El Gaitero para llenarnos las copas. Mis hermanas
brindaron exagerando el gesto. Un paquete de Winston sobre la mesa de la
lamparita verde, junto al cenicero centrífugo. Un pino triste y retorcido al
que adornaban dos tiras de espumillón. Me reflejé en una de sus bolas. Fui yo,
con una sonrisa a estreno. Pude mirar con detenimiento aquel niño. Vi
reflejadas todas las mesas de Nochebuena, las fuentes de langostinos, la vieja
cazuela de barro para el cordero y nosotros escuchando a mi abuelo con su boina
contando aquello de Castuera al final de la guerra. Vi a la abuela de luto,
escarbando en la fuente de los dulces, buscando almendras rellenas de turrón
blando. Solía haber pocas bolas de coco, aquellas que solo nos gustaban al tío
Javier y a mí. El especial televisivo con playback. Juegos reunidos, aguinaldo
y calefacción central. Todo sumergido en un tiempo líquido.
Acabo de afeitarme. Suena el
portero automático, un amigo de la universidad pasa a recogerme en su Golf.
Madrid. Camisas de cuadros con Panama Jack. Garitos con suelos pegajosos. Copas
y serpentinas. Tantas de la madrugada, un teléfono fijo apuntado en el paquete
de tabaco. Saltos de esquí con resaca.
Alguien
espera en una mesa para cuatro, hay una caja de polvorones sin abrir. Ruido de
fondo. La imagen se distorsiona. Pueden verse otras mesas, otros manteles. Se
multiplica con otras bandejas que son la misma bandeja, siempre con polvorones
y mazapán, con turrón duro y turrón blando, y esa fruta escarchada que nadie
quiere. Sin panderetas ni villancicos. Con extraños pidiéndote el tarro de
mayonesa.
La vida contrayéndose
justo después de aquella deflagración. Me quedé solo, cenando a la luz de una
lamparita una botella de vino con embutido en el apartamento de la Rue Lulli.
Señalé a Cortázar en el Old Navy. Estuve vagando por calles y plazas mojadas,
rebuscando entre los restos de los embalajes apilados junto a los contenedores
de basura mi tanque de Geyperman. Atravesé una playa de Orihuela llena de
ingleses borrachos vestidos de Papá Noel y llegué de nuevo al salón. Estaba
vacío, tomado por un Adviento eterno. Había una mascarilla olvidada sobre la
mesa. Persistía en el aire aquel perfume que solía ponerse mi madre. Grité.
Miré
el calendario y entonces, todo se anegó de un silencio ancho.
Sentí
todo aquello irse como una corriente, tal y como se siente en los pies cuando
la ola se retira al mar y quedan posados sobre la arena. Una brisa y todo terminó
por desmoronarse, convertirse en polvo, esas y todas las Navidades.
Me supe de nuevo en
Argüelles. El cuarto seguía en penumbra, aunque aún sobrevivía un tenue
rescoldo en el interior de la bola. En aquella luz, Sagrario parecía muy
cansada, con una tentativa de llanto en la mirada. Ha visto más de lo que
debería, aseguró. Me había quedado un sabor intenso a cobre en la boca.
Empapado en sudor, sentí frío y comencé a temblar. Bébase el tazón que le he
puesto sobre la mesa camilla antes de que se enfríe, me indicó, es Eko.
Enseguida entré en
calor. Y no me pareció caro cuando le entregué su dinero sabiendo que sería la
última vez que la vería. Sin contarlo, se lo llevó al escondite de su
disminuido escote.
Sagrario
había cumplido su parte. Una vez más. Decidí caminar. Me abrigué bien e inspiré
hondo. Un pulso de felicidad me tocó dentro al ver las luces de Princesa.
Toledo,
diciembre 2021