martes, 4 de enero de 2022

Argüelles

 

Las luces de Princesa y los villancicos aventados desde las tiendas me encendieron un tanto el espíritu. Fue un reflejo involuntario. Anónimos ante los escaparates, madres con compras, niños de la mano; grupos de jóvenes ruidosos. Gente. Un ciego vendía en la puerta de El Corte Inglés; al lado, una chica esperaba mirando el móvil.

Reconocí el portal, aunque lo habían reformado. Terminé de subir la escalera y llamé. Sagrario seguía allí. Anciana, con un hilo de voz y un velo en los cristalinos. Ya casi no veo, sabe usted, dijo al abrir, pero recuerdo bien su voz a pesar de los años. Pase. Allí olía mal, como a gato. Escuché un rumor de televisión en alguna pieza del pasillo. He tenido que coger huéspedes, justificó, la pensión, ya sabe.

Aquella estancia: los muebles, el cuadro, los arcanos y las canicas; junto a la ventana, la mesa camilla donde un día la había observado comer sandía. Todo igual, todo distinto. Al fondo del pasillo, el cuarto donde hace ya tiempo jugué unos minutos y marqué en la final del mundial de Alemania en el 74.

Lo que me pide no es fácil, advirtió. Ni barato. Apenas me llega ya el don, sabe usted. La edad. Se quedó en silencio tratando de adivinarme con la mirada. Llega un momento en que no vienen, como si se olieran que pronto seré yo quien vaya con ellos. Pero pasemos, sígame antes de que se haga más tarde, me gusta cenar pronto.

La tarima del pasillo crujió a nuestro paso. La televisión donde se oía un concurso bajó un tanto el volumen.

El cuarto estaba en penumbra. Esta vez era una bola. Una bola de cristal sobre una pequeña mesa con dos sillas plegables, así de previsibles son a veces estas cosas. Sentí una forma de defraudación cuando nos sentamos e impuso sus manos sobre la esfera; cerró los ojos y comenzó con esa letanía indescifrable. La bola comenzó a iluminarse. No deje de mirarla, me ordenó. Ridículo, pensé. Pero si alguien podía hacerlo, si alguien podía devolverme aquello, era Sagrario.

 

Aquel mantel, la mesa del salón extendida. Mamá dice que, aunque una vez al año, hace su servicio. Como la vajilla blanca y las copas talladas. Sentí vértigo cuando comprobé que podía oler el horno, moverme por la casa; que escuchaban mi voz y me veían como si tal cosa. Si fuera borracho, lo sería de sidra, dijo mi padre cuando abrió la botella de El Gaitero para llenarnos las copas. Mis hermanas brindaron exagerando el gesto. Un paquete de Winston sobre la mesa de la lamparita verde, junto al cenicero centrífugo. Un pino triste y retorcido al que adornaban dos tiras de espumillón. Me reflejé en una de sus bolas. Fui yo, con una sonrisa a estreno. Pude mirar con detenimiento aquel niño. Vi reflejadas todas las mesas de Nochebuena, las fuentes de langostinos, la vieja cazuela de barro para el cordero y nosotros escuchando a mi abuelo con su boina contando aquello de Castuera al final de la guerra. Vi a la abuela de luto, escarbando en la fuente de los dulces, buscando almendras rellenas de turrón blando. Solía haber pocas bolas de coco, aquellas que solo nos gustaban al tío Javier y a mí. El especial televisivo con playback. Juegos reunidos, aguinaldo y calefacción central. Todo sumergido en un tiempo líquido.

Acabo de afeitarme. Suena el portero automático, un amigo de la universidad pasa a recogerme en su Golf. Madrid. Camisas de cuadros con Panama Jack. Garitos con suelos pegajosos. Copas y serpentinas. Tantas de la madrugada, un teléfono fijo apuntado en el paquete de tabaco. Saltos de esquí con resaca.

Alguien espera en una mesa para cuatro, hay una caja de polvorones sin abrir. Ruido de fondo. La imagen se distorsiona. Pueden verse otras mesas, otros manteles. Se multiplica con otras bandejas que son la misma bandeja, siempre con polvorones y mazapán, con turrón duro y turrón blando, y esa fruta escarchada que nadie quiere. Sin panderetas ni villancicos. Con extraños pidiéndote el tarro de mayonesa.

La vida contrayéndose justo después de aquella deflagración. Me quedé solo, cenando a la luz de una lamparita una botella de vino con embutido en el apartamento de la Rue Lulli. Señalé a Cortázar en el Old Navy. Estuve vagando por calles y plazas mojadas, rebuscando entre los restos de los embalajes apilados junto a los contenedores de basura mi tanque de Geyperman. Atravesé una playa de Orihuela llena de ingleses borrachos vestidos de Papá Noel y llegué de nuevo al salón. Estaba vacío, tomado por un Adviento eterno. Había una mascarilla olvidada sobre la mesa. Persistía en el aire aquel perfume que solía ponerse mi madre. Grité.

Miré el calendario y entonces, todo se anegó de un silencio ancho.

 

Sentí todo aquello irse como una corriente, tal y como se siente en los pies cuando la ola se retira al mar y quedan posados sobre la arena. Una brisa y todo terminó por desmoronarse, convertirse en polvo, esas y todas las Navidades.

 

Me supe de nuevo en Argüelles. El cuarto seguía en penumbra, aunque aún sobrevivía un tenue rescoldo en el interior de la bola. En aquella luz, Sagrario parecía muy cansada, con una tentativa de llanto en la mirada. Ha visto más de lo que debería, aseguró. Me había quedado un sabor intenso a cobre en la boca. Empapado en sudor, sentí frío y comencé a temblar. Bébase el tazón que le he puesto sobre la mesa camilla antes de que se enfríe, me indicó, es Eko.

Enseguida entré en calor. Y no me pareció caro cuando le entregué su dinero sabiendo que sería la última vez que la vería. Sin contarlo, se lo llevó al escondite de su disminuido escote.

Sagrario había cumplido su parte. Una vez más. Decidí caminar. Me abrigué bien e inspiré hondo. Un pulso de felicidad me tocó dentro al ver las luces de Princesa.

 

Toledo, diciembre 2021


No hay comentarios:

Publicar un comentario