sábado, 9 de enero de 2021

LUIS VIENE CENADO

 

A mí no me gusta afirmar que somos una familia porque me parece una recontrahorterada. Y no están las cosas para ponerse en evidencia.

Cualquier jueves, Bruno y Ángel se ponen a nuestra derecha, en la pequeña mesa bajo la única ventana. Ángel suele hacer crucigramas y Bruno se escribe con no se sabe quién por el móvil. Tienen la confianza suficiente como para no hablarse delante de una copa de vino.

Luis llega siempre tarde. Viene cenado, dice. Por eso le espero en la barra, tomándome la primera con Ramón, que ha repuesto ya las cámaras y hojea un dominical atrasado con sus gafas de cerca. Abrió el bar el verano del 78, cuando el mundial de Argentina. Para los amigos, algo privado, por tener un lugar fresco donde refugiarse. Y, al final, le cuadró, lo abrió al público. Despacha cerveza, refrescos y espirituosos. Se puede comer patés y queso. Tiene muy buena música en su estantería de CD. Abre todas las noches.

Hilario, de pasos graves, se saca el sombrero y esboza un saludo más visual que sonoro. Se pone en su mesa, junto a la entrada, y espera paciente a Carmen. Aparecerá más tarde, saludará con un poco más de efusividad, se quitará la mascarilla y el chaquetón y se darán un beso superficial para comenzar a contarse el día entre susurros y vinos. Suponemos.

Deja el abrigo en uno de los ganchos de ese mueble recibidor antiguo con espejo y perchero. Luis calza zapatillas a pesar del tiempo. Se aplica el gel hidroalcohólico que hay en sobres encima del palanganero y se acerca a la barra para pronunciar mi nombre en su forma exclamativa como saludo. Nos preguntamos cómo nos va y decimos que bien, que aquí estamos como cada jueves. Vivos. Le insto a que empiece ya con la cerveza, que le saco una ronda de ventaja. Ramón se la pone. Y nos vamos a nuestra mesa con los tercios y el plato de patatas fritas. Cortesía de la casa.

En este agujero la humedad ofrece una de sus más vistosas manifestaciones; con virtuosismo, se plasma en las paredes adoptando formas caprichosas que desafían a la cartelería de arte abstracto, al revoco y al friso de corcho, ofendiendo la pulcra y severa mirada de algún turista ocasional. Y nos gusta así.

Javier ingresa a grandes pasos. Porta la toga en su brazo. Se sienta con Bruno y Ángel. Nos informa de acuerdos en pasillos de juzgados, demandas y sentencias firmes. De esas cosas. Aquí sabemos agradecer las noticias jurídicas igual que las del tiempo. Para que luego no digan que no sabemos interpretar los decretos del toque de queda: saber si uno debe, o no, regresar a casa antes de tal o cual hora; indicar a Ramón cómo defenderse de los inoportunos municipales; la ocupación máxima de las mesas. Si podremos salir algún día de aquí.

Así que hemos terminado por encontrar cómodas las sillas de tijera, las estrechas mesas desniveladas, la cortesía del frío, al que nunca logran doblegar dos estufas catalíticas, y la oscura y extraña amabilidad del baño, oculto tras una cortina. Como en casa en ningún lado, suspiramos satisfechos después de un gran trago.

Cuando asoma Aurora por la puerta, algunos no podemos evitar consultar el reloj. Demasiado tarde en la opinión de todos. Se sienta con prisas para completar la mesa de cuatro, junto a Javier, Ángel y Bruno, que ya ha dejado el móvil y ahora sonríe al aire vacío. Y es que esto tiene una vocación docente. Y el aula es sagrada, amigo. Los jueves son lectivos, deben justificarse ausencias y retrasos.

Somos un reducto. Los únicos que, al parecer, encajamos en este bar. Un puñado de convivientes desconocidos en su agujero. Ocultos detrás de nuestras mascarillas.

Luis me explica el cine. Y el flamenco. Ponemos a parir a los arquitectos municipales y a la cerámica de Talavera. Nos gusta hacerlo con unas cañas en el cuerpo, con cierto tono, no sea que la crítica a las artesanías y la administración se nos vaya a quedar blanda. Otra ronda, Ramón. Y ahora un poco de paté. Luis sólo lo prueba.

Es a esa hora que entra Pepe, que ha cerrado su bar, y, como una  sombra, pasea entre las mesas husmeando, cuando algo se desborda. Cuando alguien decreta que ya se puede fumar y se sacan ceniceros, se arriman las estufas, que el frío cala, y pasamos al otro lado de la barra a servirnos porque Ramón se ha sentado en una de las mesas. Él también tiene derecho, justifica, y se pone una copa. Entonces, es como si la conversación necesitara expandirse, salir de la circunscripción de cada mesa. Cuando Hilario comienza con la ciudad, el problema de la carga y descarga, y se le replica, porque alguien tiene que traernos esta cerveza, digo yo; y enseguida conocemos si Javier y Aurora son, o no, partidarios de las decisiones del gobierno; cuando Bruno argumenta quejas sobre las terrazas, con la pandemia han copado las aceras, se atropellan derechos de peatón. Y dos mesas se juntan, se forma un gran círculo donde debatir quejas municipales.

Hoy es jueves, uno más de pandemia. Pero alguien ha reparado en que podría ser Nochebuena. Nos habíamos olvidado. Te habitúas a los días iguales lo mismo que a todas esas manchas en la pared. Los incorporas al inventario habitual de sucesos. El tiempo es persistente, como la humedad.

La mayoría apuran su consumición. Ramón recoge el toldo y baja el cierre: el bar queda sumido en esa luz melancólica y expresionista, parece adquirir un carácter privativo. Y Ángel se acerca a nuestra mesa con su copa de vino en la mano. Se sienta y nos habla de Checoslovaquia y Cuba, de sus viajes a los últimos reductos del comunismo. Y lo explica todo muy bien. Y otra ronda, Ramón, que esto es interesante. Otra ronda, que hoy es Nochebuena. Aunque Luis viene cenado.

Diciembre 2020

Dedicado a mi amigo Luis Parages

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