El Jose miró el descampado. Al fondo
estaban los bloques. Tendrían que atravesar los grandes charcos. Más cerca
había varios coches abandonados. Señaló el Xantia y calculó la distancia.
Bajaban la rampa del puente peatonal sobre la M-40. Pero ella apenas se
sostenía ya. Anochecía, les salía vaho por la boca. Putos maderos, maldijo, nos
han visto por las cámaras.
Cambió de idea al llegar al coche.
Miró a la Mari y continuaron.
Nada más entrar en el portal, ella
se recostó en la pared y comenzó a respirar de forma agitada, como si quisiera
tragar más aire del que le correspondía. La ayudó a ponerse en pie. Hay que
buscar uno libre, dijo. Vamos, inténtalo, no me jodas ahora, Mari, que los
tenemos encima. Refulgió una luz azulada en aquel interior y pudo verse la
estrecha escalera, las paredes costrosas, la huella de lo que un día fueron
buzones.
La cerradura del tercero B cedió al
destornillador produciendo astillas; después de la patada, la puerta chirrió
para quedar en una posición de derrota. Vamos, dijo el Jose, está vacía. Hay
luz, comprobó al pulsar el mecanismo. Olía raro, pero era mejor que un coche,
desde luego, pensó ella, que entró en un cuarto y se tumbó sobre una cama recién
hecha de hace años. A su lado, una muñeca de brazos y piernas rígidos miraba al
infinito extasiada.
La cocina estaba sucia, olía a grasa
rancia. Mil hormigas y otros invertebrados del mismo rango que punteaban la
encimera parecieron azorarse al verse con luz.
En el mueble bar del salón había
varias botellas de etiquetas descoloradas. Una era de Anís del Mono, estaba
pegajosa. Echó un trago. La mesa camilla tenía faldillas y el brasero conectado
a un enchufe medio desprendido de la pared. Tapetes de ganchillo sobre los
brazos de un sofá de escay granate. Gente antigua en fotos.
El pequeño pasillo daba a dos
dormitorios. En uno: la Mari, retorcida de dolor, intentando arrancarse los
vaqueros. La colcha comenzaba a mancharse de sangre. Un armario con ropa vieja
y adornos ingenuos e inútiles en una balda; crucifijo sobre el cabecero. En el
otro dormitorio: la hueca y dilatada ausencia de un matrimonio.
Después de inclinar la bombona y
aplicar el mechero al piloto, presionó la perilla de encendido; tras varios
intentos, una explosión sorda iluminó el interior del calentador. Comenzó a
brotar una llama temblorosa que finalmente se mantuvo. Abrió la puerta del
fondo del pasillo. Era el baño. Exiguo. Olía mal. Encontró un barreño y se puso
a llenarlo con agua caliente tal y como le había ordenado la Mari entre gritos
desesperados. Se escuchó una sirena lejana de policía. Le pareció que se
acercaba.
Sacó dos abrigos de un armario y los
dispuso sobre la cama grande, en la habitación vacía. De pronto, olió a
alcanfor. Aporrearon la puerta de entrada con violencia.
Cogió a la Mari en brazos y la
tendió en la cama grande. La desnudó. Se quitó el plumas para cubrirla con él
todo lo que pudo. La Mari se quedó con las piernas abiertas. Se serenó y
comenzó a respirar de forma más pausada. Parecía concentrase en algo, como si
un escondido instinto le estuviera dictando qué hacer mientras acercaba más
trapos cerca de sí. El barreño, coño, gritó. Y el Jose obedeció asustado. Tuvo
que echar otro trago de anís.
Abre de una puta vez, escuchó en la
entrada. Y otros tres golpes aún más fuertes que la serie anterior. El Jose
sacó la pipa y la empuñó con fuerza mientras intentaba acodar aún más la puerta
con el mueble de entrada. Al que pase lo dejo frito, advirtió, ¿me habéis oído?
Putos maderos, maldijo. Hubo silencio.
Corrió al dormitorio. La Mari lo
miró. Llama a alguien, me cago en la puta, ¡llama ya, hostias! Gritó. Y se
desvaneció después de un largo alarido, cuando a un chorro de líquido
enrojecido que le salió entre las piernas le siguió la pequeña cabeza con algo
de pelo.
Con la ayuda del hacha acabó con la
oposición de la puerta. Tres golpes certeros. Entró despacio, con la
herramienta en guardia. El otro iba detrás, fue el que gritó: sal de donde
estés, no queremos ocupas en nuestro bloque. Con un marcado acento asiático. El
tercero se llamaba Abdou. Se protegían con mascarillas y guantes.
El Jose se incorporó un instante
cuando los vio enmarcados en la puerta del dormitorio. La Mari sollozaba con la
mirada puesta en el gurruño de sábanas sucias que sostenía entre sus brazos. De
él escapaba un débil sollozo limpio, el resto de un llanto recién estrenado. No
apartaban la mirada de aquella especie de nido. En el suelo, restos de cordón
umbilical y un cuajo oscuro e informe manchaban el dibujo de una alfombra
gastada. El Jose temblaba.
Se puso de parto en mitad del
atraco, dijo. Oportuna que ha sido siempre. Tuvimos que salir de najas y vi los
bloques. Las pensiones están cerradas por la pandemia. La madera se nos echaba
encima y este piso estaba vacío. Nos iremos en cuanto podamos. Bajó la pistola
y miró a la Mari. Bebió anís.
Vimos el brillo del calentador por el patio y supimos que
había entrado alguien, dijo el del hacha. Somos inmigrantes. Ocupamos el bloque
A cuando nos desahuciaron. El virus. La policía no entrará, tranquilos. Al
menos hoy. Dejó el hacha y se acercó a la Mari. Los otros dos le siguieron y
los tres se quedaron atónitos a los pies de la cama, como adorando la escena
recién descubierta. El Jose se puso entonces junto a la Mari y le pasó un brazo
por detrás para que pudiera recostar la cabeza; en esa mano sostenía la botella
de Anís del Mono.
El revistero del salón ofrecía una
estructura estable y de un tamaño adecuado al recién nacido. El bloque entero
pasaba por allí para verlo.
Era un varón sin nombre, nacido la
noche del 24 de diciembre de 2020. Dormía.
Diciembre 2020
Finalista en el concurso de relatos de Zenda Libros #unaNavidaddiferente
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