miércoles, 6 de enero de 2021

ANÍS DEL MONO

 

El Jose miró el descampado. Al fondo estaban los bloques. Tendrían que atravesar los grandes charcos. Más cerca había varios coches abandonados. Señaló el Xantia y calculó la distancia. Bajaban la rampa del puente peatonal sobre la M-40. Pero ella apenas se sostenía ya. Anochecía, les salía vaho por la boca. Putos maderos, maldijo, nos han visto por las cámaras.

Cambió de idea al llegar al coche. Miró a la Mari y continuaron.

 

Nada más entrar en el portal, ella se recostó en la pared y comenzó a respirar de forma agitada, como si quisiera tragar más aire del que le correspondía. La ayudó a ponerse en pie. Hay que buscar uno libre, dijo. Vamos, inténtalo, no me jodas ahora, Mari, que los tenemos encima. Refulgió una luz azulada en aquel interior y pudo verse la estrecha escalera, las paredes costrosas, la huella de lo que un día fueron buzones.

La cerradura del tercero B cedió al destornillador produciendo astillas; después de la patada, la puerta chirrió para quedar en una posición de derrota. Vamos, dijo el Jose, está vacía. Hay luz, comprobó al pulsar el mecanismo. Olía raro, pero era mejor que un coche, desde luego, pensó ella, que entró en un cuarto y se tumbó sobre una cama recién hecha de hace años. A su lado, una muñeca de brazos y piernas rígidos miraba al infinito extasiada.

La cocina estaba sucia, olía a grasa rancia. Mil hormigas y otros invertebrados del mismo rango que punteaban la encimera parecieron azorarse al verse con luz.

En el mueble bar del salón había varias botellas de etiquetas descoloradas. Una era de Anís del Mono, estaba pegajosa. Echó un trago. La mesa camilla tenía faldillas y el brasero conectado a un enchufe medio desprendido de la pared. Tapetes de ganchillo sobre los brazos de un sofá de escay granate. Gente antigua en fotos.

El pequeño pasillo daba a dos dormitorios. En uno: la Mari, retorcida de dolor, intentando arrancarse los vaqueros. La colcha comenzaba a mancharse de sangre. Un armario con ropa vieja y adornos ingenuos e inútiles en una balda; crucifijo sobre el cabecero. En el otro dormitorio: la hueca y dilatada ausencia de un matrimonio.

Después de inclinar la bombona y aplicar el mechero al piloto, presionó la perilla de encendido; tras varios intentos, una explosión sorda iluminó el interior del calentador. Comenzó a brotar una llama temblorosa que finalmente se mantuvo. Abrió la puerta del fondo del pasillo. Era el baño. Exiguo. Olía mal. Encontró un barreño y se puso a llenarlo con agua caliente tal y como le había ordenado la Mari entre gritos desesperados. Se escuchó una sirena lejana de policía. Le pareció que se acercaba.

Sacó dos abrigos de un armario y los dispuso sobre la cama grande, en la habitación vacía. De pronto, olió a alcanfor. Aporrearon la puerta de entrada con violencia.

Cogió a la Mari en brazos y la tendió en la cama grande. La desnudó. Se quitó el plumas para cubrirla con él todo lo que pudo. La Mari se quedó con las piernas abiertas. Se serenó y comenzó a respirar de forma más pausada. Parecía concentrase en algo, como si un escondido instinto le estuviera dictando qué hacer mientras acercaba más trapos cerca de sí. El barreño, coño, gritó. Y el Jose obedeció asustado. Tuvo que echar otro trago de anís.

Abre de una puta vez, escuchó en la entrada. Y otros tres golpes aún más fuertes que la serie anterior. El Jose sacó la pipa y la empuñó con fuerza mientras intentaba acodar aún más la puerta con el mueble de entrada. Al que pase lo dejo frito, advirtió, ¿me habéis oído? Putos maderos, maldijo. Hubo silencio.

Corrió al dormitorio. La Mari lo miró. Llama a alguien, me cago en la puta, ¡llama ya, hostias! Gritó. Y se desvaneció después de un largo alarido, cuando a un chorro de líquido enrojecido que le salió entre las piernas le siguió la pequeña cabeza con algo de pelo.

 

Con la ayuda del hacha acabó con la oposición de la puerta. Tres golpes certeros. Entró despacio, con la herramienta en guardia. El otro iba detrás, fue el que gritó: sal de donde estés, no queremos ocupas en nuestro bloque. Con un marcado acento asiático. El tercero se llamaba Abdou. Se protegían con mascarillas y guantes.

El Jose se incorporó un instante cuando los vio enmarcados en la puerta del dormitorio. La Mari sollozaba con la mirada puesta en el gurruño de sábanas sucias que sostenía entre sus brazos. De él escapaba un débil sollozo limpio, el resto de un llanto recién estrenado. No apartaban la mirada de aquella especie de nido. En el suelo, restos de cordón umbilical y un cuajo oscuro e informe manchaban el dibujo de una alfombra gastada. El Jose temblaba.

Se puso de parto en mitad del atraco, dijo. Oportuna que ha sido siempre. Tuvimos que salir de najas y vi los bloques. Las pensiones están cerradas por la pandemia. La madera se nos echaba encima y este piso estaba vacío. Nos iremos en cuanto podamos. Bajó la pistola y miró a la Mari. Bebió anís.

Vimos el brillo del calentador por el patio y supimos que había entrado alguien, dijo el del hacha. Somos inmigrantes. Ocupamos el bloque A cuando nos desahuciaron. El virus. La policía no entrará, tranquilos. Al menos hoy. Dejó el hacha y se acercó a la Mari. Los otros dos le siguieron y los tres se quedaron atónitos a los pies de la cama, como adorando la escena recién descubierta. El Jose se puso entonces junto a la Mari y le pasó un brazo por detrás para que pudiera recostar la cabeza; en esa mano sostenía la botella de Anís del Mono.

El revistero del salón ofrecía una estructura estable y de un tamaño adecuado al recién nacido. El bloque entero pasaba por allí para verlo.

Era un varón sin nombre, nacido la noche del 24 de diciembre de 2020. Dormía.

Diciembre 2020

Finalista en el concurso de relatos de Zenda Libros #unaNavidaddiferente

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