jueves, 28 de enero de 2021

Apellidos

 

A Meneses le pusimos Elleses por las zapatillas. Se peinaba raya en medio y cortejaba a las de las Carmelitas. Teníamos polideportivo cubierto y vestuarios con agua caliente, calefacción en las clases y apellidos ilustres. Detrás, ese edificio triste para los seminaristas. Venían de Burgos, de pueblos de Palencia, de sitios así. Traían sus almas sin estrenar y sus pantalones de tergal. Olían a cereal. A mí clase iban dos: uno, Pedro, gastaba bombachos; otro se apellidaba Severo, fumaba.

El sol entraba por los ventanales y estampaba cierta calidez sobre las baldosas de terrazo. Por la tarde incendiaba el polvo de tiza suspendido en el aire. Aburrimiento. Horas de plomo. Don José sudaba mientras dibujaba triángulos; el Chema dormitaba; a don Carlos le quitábamos los cigarros en sus descuidos. El Chirigota nos enseñaba con el tiralíneas. Oración a la entrada, misa semanal, confesión mensual. El viernes a última: gimnasia.

Había un crucifijo sobre la pizarra. El cuadro del Padre Champagnat, con su peinado de playboy, presidiendo el gran pasillo. Donde se multiplicaba el eco de mil gritos y se cambiaban las cintas vírgenes para grabar; se agolpaban las bolsas escolares y las subcarpetas decoradas de grupos. Derramándonos la adolescencia a chorros. Donde todos los mitos.

El bachillerato mediopensionista: después del comedor, estudio; autobús, Ducados y los gilipollas de primero C.

El Churri iba en una lista de Alianza Popular. Nos había martirizado durante meses con La Celestina y palabras como hipérbole. Lucía bronceado de caza. Imponía una disciplina fuera de tiempo, sirviéndose a menudo de una regla de madera que ya no nos impresionaba. Pero sacó una plaza de senador por la provincia en las elecciones de Felipe González. Algunos le aplaudieron el éxito aquel lunes cuando se despidió llevándose su regla y sus hipérboles.

El sustituto fue uno de los hermanos del pabellón de E.G.B. Vivía al fondo, en el seminario. Jersey de pico ceñido, camisa a cuadros; pantalón de campana planchado a raya. Lo minusvaloramos a la vista, un profesor de niños. No usaba la tarima, se quedaba abajo, a nuestra altura, de pie enmarcado por la pizarra; tan menudo que parecía querer ocupar el mínimo espacio posible. Sus gafas se oscurecían cuando incidía en ellas la luz; entonces, en su cuello brillaba un crucifijo.

Con acento del norte nos instó a guardar el libro de texto en la cajonera. Lo dijo de un modo que parecía que renegara de él. Repartió unos folios grapados con un texto para leer por turnos.

Aldecoa, nos aclaró.

 

No recuerdo su nombre, a todos solíamos llamarles únicamente por su tratamiento religioso. Me regaló aquel libro de cuentos cuando salíamos de la misa fin de curso. Toma, me dijo, termínalo en las vacaciones.

Ese verano me encontré aplastado por el calor. Al pie de una carretera con la brigadilla, reparando ese tramo de comarcal, esperando a que la urraca cruzara la carretera. A la lumbre bajo un puente, con los vagos. En vagones de tercera o andando caminos polvorientos de segador en una cuadrilla. Buscándome la vida en la ciudad, esperando mi oportunidad como esparrin en un gimnasio de barrio. Había otros apellidos.

A la vuelta, en septiembre, formábamos en el patio el primer día. Los profesores nos nombraban por el apellido para hacer los grupos. Nadie quería ir al C. Llevaba conmigo el libro para devolvérselo al hermano. Lo busqué, pero ya no estaba.

 

Enero 2021


martes, 26 de enero de 2021

Atrix

 A doña Pili, claro.

Doña Pili escribió por mí las primeras palabras. Yo sólo tenía que dejarme llevar. Su mano cubría la mía y la guiaba por el cuaderno de caligrafía. El lápiz recorría las letras: la i, con ese rabito largo que enlazaba con la eme; la o, que acababa con un flequillo levantado al viento. Sus dedos finos y precisos, los tendones del dorso marcándose en ese abrazo táctil que acompañaba el trazo. Recuerdo completar la palabra limonero, un gran crucifijo entre dos cuadros y una mesa de madera con dos cajones. Doña Pili guardaba en uno de ellos una lata verde de crema. Atrix, para manos. Un olor que aún me asalta por sorpresa en algún desvelo o en una carretera aburrida.

Y un día pude leer: la flor del limonero.

 

Enero 2021

 

sábado, 9 de enero de 2021

LUIS VIENE CENADO

 

A mí no me gusta afirmar que somos una familia porque me parece una recontrahorterada. Y no están las cosas para ponerse en evidencia.

Cualquier jueves, Bruno y Ángel se ponen a nuestra derecha, en la pequeña mesa bajo la única ventana. Ángel suele hacer crucigramas y Bruno se escribe con no se sabe quién por el móvil. Tienen la confianza suficiente como para no hablarse delante de una copa de vino.

Luis llega siempre tarde. Viene cenado, dice. Por eso le espero en la barra, tomándome la primera con Ramón, que ha repuesto ya las cámaras y hojea un dominical atrasado con sus gafas de cerca. Abrió el bar el verano del 78, cuando el mundial de Argentina. Para los amigos, algo privado, por tener un lugar fresco donde refugiarse. Y, al final, le cuadró, lo abrió al público. Despacha cerveza, refrescos y espirituosos. Se puede comer patés y queso. Tiene muy buena música en su estantería de CD. Abre todas las noches.

Hilario, de pasos graves, se saca el sombrero y esboza un saludo más visual que sonoro. Se pone en su mesa, junto a la entrada, y espera paciente a Carmen. Aparecerá más tarde, saludará con un poco más de efusividad, se quitará la mascarilla y el chaquetón y se darán un beso superficial para comenzar a contarse el día entre susurros y vinos. Suponemos.

Deja el abrigo en uno de los ganchos de ese mueble recibidor antiguo con espejo y perchero. Luis calza zapatillas a pesar del tiempo. Se aplica el gel hidroalcohólico que hay en sobres encima del palanganero y se acerca a la barra para pronunciar mi nombre en su forma exclamativa como saludo. Nos preguntamos cómo nos va y decimos que bien, que aquí estamos como cada jueves. Vivos. Le insto a que empiece ya con la cerveza, que le saco una ronda de ventaja. Ramón se la pone. Y nos vamos a nuestra mesa con los tercios y el plato de patatas fritas. Cortesía de la casa.

En este agujero la humedad ofrece una de sus más vistosas manifestaciones; con virtuosismo, se plasma en las paredes adoptando formas caprichosas que desafían a la cartelería de arte abstracto, al revoco y al friso de corcho, ofendiendo la pulcra y severa mirada de algún turista ocasional. Y nos gusta así.

Javier ingresa a grandes pasos. Porta la toga en su brazo. Se sienta con Bruno y Ángel. Nos informa de acuerdos en pasillos de juzgados, demandas y sentencias firmes. De esas cosas. Aquí sabemos agradecer las noticias jurídicas igual que las del tiempo. Para que luego no digan que no sabemos interpretar los decretos del toque de queda: saber si uno debe, o no, regresar a casa antes de tal o cual hora; indicar a Ramón cómo defenderse de los inoportunos municipales; la ocupación máxima de las mesas. Si podremos salir algún día de aquí.

Así que hemos terminado por encontrar cómodas las sillas de tijera, las estrechas mesas desniveladas, la cortesía del frío, al que nunca logran doblegar dos estufas catalíticas, y la oscura y extraña amabilidad del baño, oculto tras una cortina. Como en casa en ningún lado, suspiramos satisfechos después de un gran trago.

Cuando asoma Aurora por la puerta, algunos no podemos evitar consultar el reloj. Demasiado tarde en la opinión de todos. Se sienta con prisas para completar la mesa de cuatro, junto a Javier, Ángel y Bruno, que ya ha dejado el móvil y ahora sonríe al aire vacío. Y es que esto tiene una vocación docente. Y el aula es sagrada, amigo. Los jueves son lectivos, deben justificarse ausencias y retrasos.

Somos un reducto. Los únicos que, al parecer, encajamos en este bar. Un puñado de convivientes desconocidos en su agujero. Ocultos detrás de nuestras mascarillas.

Luis me explica el cine. Y el flamenco. Ponemos a parir a los arquitectos municipales y a la cerámica de Talavera. Nos gusta hacerlo con unas cañas en el cuerpo, con cierto tono, no sea que la crítica a las artesanías y la administración se nos vaya a quedar blanda. Otra ronda, Ramón. Y ahora un poco de paté. Luis sólo lo prueba.

Es a esa hora que entra Pepe, que ha cerrado su bar, y, como una  sombra, pasea entre las mesas husmeando, cuando algo se desborda. Cuando alguien decreta que ya se puede fumar y se sacan ceniceros, se arriman las estufas, que el frío cala, y pasamos al otro lado de la barra a servirnos porque Ramón se ha sentado en una de las mesas. Él también tiene derecho, justifica, y se pone una copa. Entonces, es como si la conversación necesitara expandirse, salir de la circunscripción de cada mesa. Cuando Hilario comienza con la ciudad, el problema de la carga y descarga, y se le replica, porque alguien tiene que traernos esta cerveza, digo yo; y enseguida conocemos si Javier y Aurora son, o no, partidarios de las decisiones del gobierno; cuando Bruno argumenta quejas sobre las terrazas, con la pandemia han copado las aceras, se atropellan derechos de peatón. Y dos mesas se juntan, se forma un gran círculo donde debatir quejas municipales.

Hoy es jueves, uno más de pandemia. Pero alguien ha reparado en que podría ser Nochebuena. Nos habíamos olvidado. Te habitúas a los días iguales lo mismo que a todas esas manchas en la pared. Los incorporas al inventario habitual de sucesos. El tiempo es persistente, como la humedad.

La mayoría apuran su consumición. Ramón recoge el toldo y baja el cierre: el bar queda sumido en esa luz melancólica y expresionista, parece adquirir un carácter privativo. Y Ángel se acerca a nuestra mesa con su copa de vino en la mano. Se sienta y nos habla de Checoslovaquia y Cuba, de sus viajes a los últimos reductos del comunismo. Y lo explica todo muy bien. Y otra ronda, Ramón, que esto es interesante. Otra ronda, que hoy es Nochebuena. Aunque Luis viene cenado.

Diciembre 2020

Dedicado a mi amigo Luis Parages

miércoles, 6 de enero de 2021

ANÍS DEL MONO

 

El Jose miró el descampado. Al fondo estaban los bloques. Tendrían que atravesar los grandes charcos. Más cerca había varios coches abandonados. Señaló el Xantia y calculó la distancia. Bajaban la rampa del puente peatonal sobre la M-40. Pero ella apenas se sostenía ya. Anochecía, les salía vaho por la boca. Putos maderos, maldijo, nos han visto por las cámaras.

Cambió de idea al llegar al coche. Miró a la Mari y continuaron.

 

Nada más entrar en el portal, ella se recostó en la pared y comenzó a respirar de forma agitada, como si quisiera tragar más aire del que le correspondía. La ayudó a ponerse en pie. Hay que buscar uno libre, dijo. Vamos, inténtalo, no me jodas ahora, Mari, que los tenemos encima. Refulgió una luz azulada en aquel interior y pudo verse la estrecha escalera, las paredes costrosas, la huella de lo que un día fueron buzones.

La cerradura del tercero B cedió al destornillador produciendo astillas; después de la patada, la puerta chirrió para quedar en una posición de derrota. Vamos, dijo el Jose, está vacía. Hay luz, comprobó al pulsar el mecanismo. Olía raro, pero era mejor que un coche, desde luego, pensó ella, que entró en un cuarto y se tumbó sobre una cama recién hecha de hace años. A su lado, una muñeca de brazos y piernas rígidos miraba al infinito extasiada.

La cocina estaba sucia, olía a grasa rancia. Mil hormigas y otros invertebrados del mismo rango que punteaban la encimera parecieron azorarse al verse con luz.

En el mueble bar del salón había varias botellas de etiquetas descoloradas. Una era de Anís del Mono, estaba pegajosa. Echó un trago. La mesa camilla tenía faldillas y el brasero conectado a un enchufe medio desprendido de la pared. Tapetes de ganchillo sobre los brazos de un sofá de escay granate. Gente antigua en fotos.

El pequeño pasillo daba a dos dormitorios. En uno: la Mari, retorcida de dolor, intentando arrancarse los vaqueros. La colcha comenzaba a mancharse de sangre. Un armario con ropa vieja y adornos ingenuos e inútiles en una balda; crucifijo sobre el cabecero. En el otro dormitorio: la hueca y dilatada ausencia de un matrimonio.

Después de inclinar la bombona y aplicar el mechero al piloto, presionó la perilla de encendido; tras varios intentos, una explosión sorda iluminó el interior del calentador. Comenzó a brotar una llama temblorosa que finalmente se mantuvo. Abrió la puerta del fondo del pasillo. Era el baño. Exiguo. Olía mal. Encontró un barreño y se puso a llenarlo con agua caliente tal y como le había ordenado la Mari entre gritos desesperados. Se escuchó una sirena lejana de policía. Le pareció que se acercaba.

Sacó dos abrigos de un armario y los dispuso sobre la cama grande, en la habitación vacía. De pronto, olió a alcanfor. Aporrearon la puerta de entrada con violencia.

Cogió a la Mari en brazos y la tendió en la cama grande. La desnudó. Se quitó el plumas para cubrirla con él todo lo que pudo. La Mari se quedó con las piernas abiertas. Se serenó y comenzó a respirar de forma más pausada. Parecía concentrase en algo, como si un escondido instinto le estuviera dictando qué hacer mientras acercaba más trapos cerca de sí. El barreño, coño, gritó. Y el Jose obedeció asustado. Tuvo que echar otro trago de anís.

Abre de una puta vez, escuchó en la entrada. Y otros tres golpes aún más fuertes que la serie anterior. El Jose sacó la pipa y la empuñó con fuerza mientras intentaba acodar aún más la puerta con el mueble de entrada. Al que pase lo dejo frito, advirtió, ¿me habéis oído? Putos maderos, maldijo. Hubo silencio.

Corrió al dormitorio. La Mari lo miró. Llama a alguien, me cago en la puta, ¡llama ya, hostias! Gritó. Y se desvaneció después de un largo alarido, cuando a un chorro de líquido enrojecido que le salió entre las piernas le siguió la pequeña cabeza con algo de pelo.

 

Con la ayuda del hacha acabó con la oposición de la puerta. Tres golpes certeros. Entró despacio, con la herramienta en guardia. El otro iba detrás, fue el que gritó: sal de donde estés, no queremos ocupas en nuestro bloque. Con un marcado acento asiático. El tercero se llamaba Abdou. Se protegían con mascarillas y guantes.

El Jose se incorporó un instante cuando los vio enmarcados en la puerta del dormitorio. La Mari sollozaba con la mirada puesta en el gurruño de sábanas sucias que sostenía entre sus brazos. De él escapaba un débil sollozo limpio, el resto de un llanto recién estrenado. No apartaban la mirada de aquella especie de nido. En el suelo, restos de cordón umbilical y un cuajo oscuro e informe manchaban el dibujo de una alfombra gastada. El Jose temblaba.

Se puso de parto en mitad del atraco, dijo. Oportuna que ha sido siempre. Tuvimos que salir de najas y vi los bloques. Las pensiones están cerradas por la pandemia. La madera se nos echaba encima y este piso estaba vacío. Nos iremos en cuanto podamos. Bajó la pistola y miró a la Mari. Bebió anís.

Vimos el brillo del calentador por el patio y supimos que había entrado alguien, dijo el del hacha. Somos inmigrantes. Ocupamos el bloque A cuando nos desahuciaron. El virus. La policía no entrará, tranquilos. Al menos hoy. Dejó el hacha y se acercó a la Mari. Los otros dos le siguieron y los tres se quedaron atónitos a los pies de la cama, como adorando la escena recién descubierta. El Jose se puso entonces junto a la Mari y le pasó un brazo por detrás para que pudiera recostar la cabeza; en esa mano sostenía la botella de Anís del Mono.

El revistero del salón ofrecía una estructura estable y de un tamaño adecuado al recién nacido. El bloque entero pasaba por allí para verlo.

Era un varón sin nombre, nacido la noche del 24 de diciembre de 2020. Dormía.

Diciembre 2020

Finalista en el concurso de relatos de Zenda Libros #unaNavidaddiferente