A Meneses le pusimos Elleses por las zapatillas. Se peinaba
raya en medio y cortejaba a las de las Carmelitas. Teníamos polideportivo
cubierto y vestuarios con agua caliente, calefacción en las clases y apellidos
ilustres. Detrás, ese edificio triste para los seminaristas. Venían de Burgos,
de pueblos de Palencia, de sitios así. Traían sus almas sin estrenar y sus
pantalones de tergal. Olían a cereal. A mí clase iban dos: uno, Pedro, gastaba
bombachos; otro se apellidaba Severo, fumaba.
El sol entraba por los ventanales y
estampaba cierta calidez sobre las baldosas de terrazo. Por la tarde incendiaba
el polvo de tiza suspendido en el aire. Aburrimiento. Horas de plomo. Don José
sudaba mientras dibujaba triángulos; el Chema dormitaba; a don Carlos le
quitábamos los cigarros en sus descuidos. El Chirigota nos enseñaba con el
tiralíneas. Oración a la entrada, misa semanal, confesión mensual. El viernes a
última: gimnasia.
Había un crucifijo sobre la pizarra.
El cuadro del Padre Champagnat, con su peinado de playboy, presidiendo el gran
pasillo. Donde se multiplicaba el eco de mil gritos y se cambiaban las cintas
vírgenes para grabar; se agolpaban las bolsas escolares y las subcarpetas
decoradas de grupos. Derramándonos la adolescencia a chorros. Donde todos los
mitos.
El bachillerato mediopensionista:
después del comedor, estudio; autobús, Ducados y los gilipollas de primero C.
El Churri iba en una lista de
Alianza Popular. Nos había martirizado durante meses con La Celestina y
palabras como hipérbole. Lucía bronceado de caza. Imponía una disciplina fuera
de tiempo, sirviéndose a menudo de una regla de madera que ya no nos
impresionaba. Pero sacó una plaza de senador por la provincia en las elecciones
de Felipe González. Algunos le aplaudieron el éxito aquel lunes cuando se
despidió llevándose su regla y sus hipérboles.
El sustituto fue uno de los hermanos
del pabellón de E.G.B. Vivía al fondo, en el seminario. Jersey de pico ceñido,
camisa a cuadros; pantalón de campana planchado a raya. Lo minusvaloramos a la
vista, un profesor de niños. No usaba la tarima, se quedaba abajo, a nuestra
altura, de pie enmarcado por la pizarra; tan menudo que parecía querer ocupar
el mínimo espacio posible. Sus gafas se oscurecían cuando incidía en ellas la
luz; entonces, en su cuello brillaba un crucifijo.
Con acento del norte nos instó a
guardar el libro de texto en la cajonera. Lo dijo de un modo que parecía que
renegara de él. Repartió unos folios grapados con un texto para leer por
turnos.
Aldecoa, nos aclaró.
No
recuerdo su nombre, a todos solíamos llamarles únicamente por su tratamiento
religioso. Me regaló aquel libro de cuentos cuando salíamos de la misa fin de
curso. Toma, me dijo, termínalo en las vacaciones.
Ese verano me encontré aplastado por el calor. Al pie de una
carretera con la brigadilla, reparando ese tramo de comarcal, esperando a que
la urraca cruzara la carretera. A la lumbre bajo un puente, con los vagos. En
vagones de tercera o andando caminos polvorientos de segador en una cuadrilla.
Buscándome la vida en la ciudad, esperando mi oportunidad como esparrin en un
gimnasio de barrio. Había otros apellidos.
A la vuelta, en septiembre,
formábamos en el patio el primer día. Los profesores nos nombraban por el
apellido para hacer los grupos. Nadie quería ir al C. Llevaba conmigo el libro
para devolvérselo al hermano. Lo busqué, pero ya no estaba.
Enero
2021