jueves, 26 de diciembre de 2019

JESUSITO

Uno puede enredarse fácilmente en la telaraña de los recuerdos. Puede abrir viejas cajas para sacar adornos. Recrearse, quizás, al encontrar alguna foto olvidada. Dejarse hipnotizar por las luces que adornan las calles y salir por el placer de pasear o a comprar regalos para familiares. Buscar juguetes para los más pequeños, perderse entre los puestos de una plaza buscando nuevas figuritas para el nacimiento. Escuchar villancicos con cascabeles y dejar aflorar un irrefrenable optimismo envuelto en esa forma asociada de felicidad que despiertan. Puedes levantarte un día y decidir que todo eso va a ocurrir y, entonces, disponerte a montar un gran árbol de Navidad en el salón de casa. O beber. Beber solo y caer borracho al suelo. Amanecer en un charco de vómito y orines para arrastrarte un día más hasta la botella. Encender otro cigarro y toser con sabor a sangre y lágrima en la garganta. Abrir de nuevo el armario de la habitación del final del pasillo y volver a encontrar los patucos, un par de arrullos y todo lo demás. Y ese jesusito azul en su cajón. Sin estrenar.

viernes, 11 de octubre de 2019

MORO

A menudo tengo que dejar de leer y tomarme un instante para observar a Tango dormir en el sofá pegado a mi pierna. No puedo evitar la tentación de pasarle la mano por el lomo hasta provocar esa especie de rezongo apagado y profundo que emite de puro gusto, de infinita satisfacción. Una forma más que tiene de agradecer la vida que le damos. En una cuidad donde vive repleto de atenciones, juegos, buenos cuidados veterinarios y largos paseos por el parque. Uno más de la familia. Tan implicado que ha llegado a distinguir qué día de la semana es o a dónde nos dirigimos y cuándo volveremos según el calzado o la colonia que usemos. Sin embargo, la primera vez que vio un conejo en el campo huyó despavorido a refugiarse en mis pies preguntándome con la mirada qué podría ser aquel engendro. Tango es la vergüenza de los cocker. Pero es nuestro perro. Alguna noche me quedo mirando esos ojos antes de apagar la luz —sí, duerme en nuestra cama—, me miran tan cerca que me pregunto qué puede haber en el fondo de ese abismo insondable que crece tras sus pupilas azul oscuro. Siempre me ha parecido un milagro que hombre y perro puedan conversar así, en silencio. Pero enseguida resuelvo que no es más que su instinto, una querencia interesada y yo, quizás, deba apagar ya la luz y tratar de dormir a pesar de sus frecuentes ronquidos.

Crecí en una tierra dura, sí. En un tiempo en que cada hombre, cada animal, tenía su sitio. Los perros en el corral. A menudo en casetas pequeñas e infectadas de bichos donde apenas podían moverse, casi siempre atados a una cuerda corta a la que pasaban amarrados su triste vida sin estímulos con el único sustento del pan duro, sobras de comida —si había— y tremendos varazos en las costillas las noches que abusaban de los ladridos. Pude presenciar no pocas palizas cuando aullaban. «Barruntan muerto», se decía. Los perros huelen la muerte como las lechuzas presienten la de los niños. Y uno crece con eso, enseguida lo incorpora a su catálogo de hechos habituales como ver a las mujeres siempre en la casa y los hombres sobre el tractor o en el bar.
Don Emiliano dijo que tenía algo de podenco cuando le llevamos a vacunar, pero que era cruzado y que seguramente se habría escapado de alguna cacería. Y negro. Le puse Moro. Mi padre lo vio bien y me trajo un collar usado que traía una pequeña plaquita donde grabamos el nombre. Cuando lo encontré en aquella cuneta solo y tísico, no se me ocurrió qué utilidad podría tener un perro en casa que no fuera la caza, y mi padre ya había colgado la escopeta por un reuma que le vino aquel invierno. Además, estaba claro que el Moro no tenía aptitudes venatorias. Le aterraban los cohetes, las explosiones, los ruidos. Así que como teníamos un negocio de venta de materiales de construcción, guardaría el almacén, resolvieron mis padres por darme el gusto. El Moro, después de acompañarme a la entrada de la escuela, volvía a la nave y allí se pasaba la mañana entera pendiente de todo, cuidando de que ningún extraño se colara donde no debía antes de ir a recogerme a la hora exacta en que nos soltaba el maestro para escoltarme de nuevo. Pasaba las noches en su caseta con la misma función. Desde nuestra casa, adosada al negocio, podíamos oírle ladrar cuando algo extraño sucedía. Tenía un ladrido muy particular, ronco y desproporcionado para su raza; tanto que sin verle, uno podría suponer de él un temible y violento perro de presa. Pero el Moro no sabía tener maldad más allá de su peculiar voz de tenor. Solía acompañarme a las excursiones por el río con mis amigos, a los que incluso les permitía subirse en su lomo cuando nos daba por jugar a vaqueros e indios. No recuerdo que se le lavara nunca, y no protestaba si mi madre lo espolvoreaba con Zotal para matar los racimos de garrapatas cuando ya no podía ni abrir los ojos. Jamás un amago de violencia, un mal gruñido ni los dientes fuera de su boca. El Moro era abnegado y paciente.

Les divertía tirar petardos encendidos por encima de la tapia. Luego, por un ventanuco, disfrutaban de ver al Moro enloquecido, corriendo sin rumbo presa del pánico, ladrando y golpeándose contra los palés de ladrillos y cemento. No sé exactamente de quién pudo ser la idea de saltar y atarle esa ristra de latas al rabo. Todos los de esa panda disfrutaban con eso y con matanzas de gatos o palomas. Sé que el Moro se dejó hacerlo, eso seguro. Y no me creí nunca que llegara a morderlo. Pero  lo cierto es que su padre vino a mi casa a la hora de la cena y habló de médicos y costes en el salón con el mío mientras yo me terminaba, lo recuerdo, una tortilla francesa.
            «Ve a buscar un saco a la nave», me ordenó mi padre mientras le vi dirigirse al armero.
El Moro se arrugó con el tiro. Como si tuviera frío. Se quedó encogido sobre el suelo. Le salió mucha sangre por una oreja. Dejó aquella mancha en el patio durante meses.
            Luego el saco, el puente. Anochecía. Cuando lo tiramos sonó igual que nuestras zambullidas desde lo alto del ojo principal. Esas que el Moro celebraba desde la orilla con su peculiar ladrido.
Lo dejamos flotando sobre la corriente como una pequeña y abultada isla a la deriva. Graznó el primer cuervo antes de descolgarse de la rama e ir a posarse sobre aquel saco hinchado para dar el primer picotazo.
«Vámonos al pueblo, dijo mi padre». Y arrancó la furgoneta. 


Octubre 2019


jueves, 12 de septiembre de 2019

EL ÚLTIMO AUTÓGRAFO


Qué bien se está a su arrullo. Qué bien si es una mañana fría de Madrid. Y Navidad. Por eso andamos desocupados pisando aceras e interrumpiéndonos el vaho con besos. Si entras en una librería y compras algunos títulos. Si hay apreciaciones urbanas sobre fachadas o calles. Qué bien ser ahora dos anónimos confundidos en la gente que apura compras o espera el autobús. Dar esa carrera para apurar un semáforo, pegar la nariz a alguna curiosidad detrás de un vidrio, tomarse de la mano, pegarse esperando el verde en el paso de cebra. Sentir su muslo. Qué bien contigo ahora que ya nos toca. Qué bien con esos ojos que todo lo miran y todo lo ven. Qué bien con su voz cerca. Qué bien con su piel al tacto. Qué bien el Universo alineado.
Qué bien llegar a ese calorcito de café, sentarnos y sentir en mi costado el junco de su cuerpo. Qué bien ese que irradia. Y que me llega. Esperar así a Rafael que asoma momentos después por el ventanal su perfil de abrigo negro, sombrero negro, corbata negra. Bien sostenido por un brazo cercano que tira de sus pasos apegados a los adoquines. Verle alzar la vista con sorpresa a nuestra presencia. Tocar sus manos de maestro disecador, acomodarlo en un sitio y pedirle uno con leche y tres churros.
Qué bien ella a mi lado y al otro él. El mejor sitio. Buscar su muslo. Buscar ese perfil. Entre dos voces. Entre dos astros.
Le gustan los churros. Y eso que cena primero, segundo y postre todos los días. El segundo lo alojó entre pecho y espalda bien empapado en el café. Luego una servilleta de papel y la ayuda del pañuelo que sale del bolsillo de su americana. El tercero se le fue al suelo y allí quedó junto a sus pies, olvidado después de un intento vano de pararlo, o recuperarlo. Con su mirada. Parece como si sólo le quedara eso. Y su fingida sordera. Esos oídos que están a todo y parecen no estar a nada. Acaso puntualiza o pregunta a lo sumo un par, tres cosas. Alzando la voz como una saeta. Ojos acuosos que parecen llover en horizontes lejanos, inaccesibles.
Me cuenta otra vez lo del dibujo. Esos sólidos que no pesan. Distingo sus venas negras bajo la piel de pergamino. Su perfil grave.
Se fija en ella. No se espera Rafael por su costado un torbellino dulce. Una ráfaga de las que levantan espuma blanca y salada. No son días de doblegar su voluntad. Con tanto acebo y tanto gasto. Pero lo va a desarmar, Beatriz lo va a hacer y yo lo sé. Siempre lleva su voz y su sonrisa. Algo que nunca acabaré de desentrañar. Algo que habita dentro, y sale. Pero no sale. Algo que yo solo puedo ver.         
Rafael encuentra su lupa en algún recoveco de tela. Y yo miro su manos —muy espesas de manchas, como La Jara— empuñar un bolígrafo. Abrir un libro por el que asoma un niño de Guadalajara. Se miran un instante. Rafael y el niño. Beatriz y el niño. Santiago y Rafael. Santiago y Alfanuhí. Propiedades transitivas todas. Y yo.
Comienza la lenta caligrafía de trazo infantil, quebrado. Le parte el nombre: Bea-triz. Le parte el apellido.
Y parte Madrid.
Ella me parte.
                Salen del libro bomberos y bueyes. Tintas mágicas y el Madrid de los rebaños. Hay una marioneta guapita con un coñac en la barra que nos mira con su sonrisa escueta de sandía y sus palas de madera apoyadas en el mostrador. Comienza un baile sobre la barra. Tan solo nosotros le vemos. Porque ocurre que vemos por los mismos ojos. Porque ocurre que nos cubre la misma piel.
Entregados a la calle, su llanto. Mi mano que rodea su cintura. Beber sus lágrimas y andar Madrid.
 Y Aún le queda una última mano, esa que aparta un Jarama con desprecio, adornándose en el remate de la serie: ¡Fuck you, Parages!
Toledo, enero 2019

Rafael Sánchez Ferlosio dedicó su último Alfanuhí la mañana del 5 de enero de 2019 en Madrid. Se lo firmó a Beatriz Arrogante, ese calor que me arrulla siempre. Para ella es este relato.

jueves, 27 de junio de 2019

Doctor Jones


El doctor J. Jones es toda una autoridad en la física de fluidos. Ocurrió en un pueblecito de montaña, junto a un pilón donde abrevan caballos y vacas. Después de un buen rato de sólo observar esas límpidas aguas, le vi coger un palo y una piedra.

Se mantuvo ocupado en su gabinete toda la tarde, absorto en aquel cuaderno repleto de laberínticas fórmulas, esquemas y cálculos. No quise molestar al Dr. Jones ni siquiera para merendar. No le agradaban ese tipo de interrupciones cuando acometía nuevos experimentos.
Después de cenar una tortilla francesa y un yogurt, me anunció sus conclusiones con solemnidad.
«Las piedras se hunden, los palos flotan», dijo.
Le quité el babero y salió corriendo a buscar su excavadora.

jueves, 9 de mayo de 2019

4 Burlington St.


Había sido mi casa durante más de dos años. Y solía observarlo con un resto de tristeza desde la ventana del pub de Halfpenny. Desarbolado, sobre aquel varadero junto al Támesis, no era más que un cadáver. Me había quedado sin barco.

Así que no dudé un instante en presentarme aquella mañana bien temprano en el 4 de New Burlington.
—Soy el señor Shackleton —me dijo—. Siéntese.
Y comenzó a detallarme el objeto del viaje.
Acepté de inmediato. Entonces, me estrechó la mano con fuerza y me miró directamente a los ojos.

Buscando unos peniques en el bolsillo del chaquetón para pagar mi última cerveza antes de zarpar, me topé con el recorte de papel que me había llevado hasta aquel muelle.
Volví a leerlo lleno de entusiasmo.
“Se buscan hombres para viaje peligroso. Salario bajo, frío penetrante, largos meses en la más completa oscuridad, peligro constante, escasas posibilidades de regresar con vida. Honor y reconocimiento en caso de éxito.”


jueves, 28 de marzo de 2019

SANYO CANTINO




Mi padre corregía exámenes, yo leía un Mortadelo. Por alguna razón estábamos solos en casa, y por alguna razón el televisor estaba encendido y no la radio. Sonó el teléfono. Una voz apresurada y carrasposa comenzó a desparramarse por el auricular mientras mi padre intentaba contenerla repitiendo que no se preocupara, que mantuviera la calma, que había que esperar noticias, gritándole que lo importante ahora eran las fichas.
            «Ve a por la radio», me dijo cuando colgó. La Sanyo Cantino, con la aguja del dial roja y un montón de ciudades lejanas escritas sobre él. La primera forma que tuve de viajar.
Sonó el  teléfono de nuevo. Reconocí la voz de mi tío. Mi padre repitió exactamente lo mismo que antes, pero añadió que llenara el depósito del coche. Comenzó a escucharse la Cadena Ser mezclada con la televisión.
Mi padre se subió a una escalera y cogió unas carpetas de lo alto del armario del trastero, estaban ocultas detrás de la trasera de contrachapado y llenas de papeles escritos a máquina. Me costó sostenerlas cuando me las alcanzó desde lo alto.
«Sigue con el tebeo», me dijo cuando le pregunté qué pasaba.
Se quedó un buen rato pensando mientras encendía un Ducados tras otro. Descolgó el teléfono y llamó a Cristino. Le ordenó que viniera inmediatamente a casa a recoger algo, que no se lo dijera a nadie, ni siquiera a su mujer. Y le preguntó algo sobre las fichas.
Mientras buscaba en todos aquellos papeles, hubo otra llamada. Mi padre sólo escuchó, no dijo nada. Aquella voz seria, calmada, parecía provenir de una cueva, y parecía dar instrucciones. Luego colgó el auricular despacio y se me quedó mirando. Bajé la vista al tebeo.

Nada más entrar en casa, a mi madre se le cayeron las bolsas de la compra al suelo. Tuvo que apoyarse en el mueble de la entrada para no caerse ella también. Dijo que venía escuchando la radio. Mi padre corrió a sostenerla y la sentó en el sofá. Me mandaron fuera al patio, a jugar. Me puse a dar balonazos contra la pared mientras imaginaba que era Juanito.
Por la ventana del salón pude ver a mi madre sollozando y bebiendo de una taza. Mi padre le decía que no había de qué preocuparse, que lo importante eran las fichas, y que Cristino estaba ya al tanto de todo, que llegaría enseguida a llevarse los papeles y que el resto estaba arreglado. «Me llevo al niño, es lo más seguro», finalizó. Mi madre rompió a llorar.  
           
Alguien llegó antes que Cristino y metió el coche en nuestro garaje. Reconocí la voz urgente de la primera llamada. Abrió el maletero y se lo mostró a mi padre. Estaba repleto de bolsas con garbanzos, judías, lentejas. Y muchas latas de sardinas. Cuando se sentaron en el salón, acordaron ponerse otros nombres. Entonces mi madre me hizo entrar en la cocina. Sobre la mesa había una tortilla francesa y salchichas. Nunca cenábamos en la cocina. Me dijo que dejara de hacer preguntas, que papá estaba tratando cosas de trabajo, que no temiera nada. Que cuando llegara Cristino yo debería estar acostado.
Desde la cama, la voz de mi padre sonaba más grave que otros días. La televisión y la radio seguían encendidas, su fulgor y un murmullo metálico se colaban solapados por la rendija que siempre me dejaban en la puerta. Me aterra la oscuridad.
No pude evitar asomarme cuando sonó el timbre. «Han pasado cuatro horas ya y no hay ningún comunicado», le dijo mi padre a Cristino nada más entrar. Traía una caja que parecía pesar. Cristino preguntó por los papeles de la Santana y pidió una copa enseguida.
Cuando mi madre entró en la habitación, distinguí su uniforme debajo del abrigo. Me cogió la cara con las manos y me besó. Olían a Atrix. Mis padres se despidieron en la puerta, les vi besarse de otra forma. Me arropé todo lo que pude; me arrullaron las tres voces debatiendo en el salón.

Desperté en el asiento trasero del Ford Fiesta tapado por una manta de cuadros, alguien de uniforme me alumbraba con una linterna y me miraba sin expresión. Pidió unos papeles a mi padre y le advirtió que no era la mejor noche para andar por ahí mientras los examinaba.
La voz de mi padre respondiendo tranquilo a aquella pregunta:
—Mi hijo tiene mucha fiebre y voy a Linares, mi mujer es enfermera allí, en el hospital; está de guardia.
No fuimos a Linares. No vimos a mi madre. No tenía fiebre. Me incorporé y con mis pies golpeé la caja que había traído Cristino. Sonó como un ataúd. Mi padre dijo que ya podía pasarme adelante. Subió la calefacción y me advirtió de que vendrían demasiadas curvas. Encendió la radio.
Sentí miedo nada más bajarme del coche por ese ruido que hacía el viento; parecía andar buscando algo con insistencia entre los muros de aquel caserío abandonado. Más miedo, incluso, que cuando traspasamos la oscura boca de la mina después de que mi padre rompiera la reja. Olía a metal y humedad. Cargamos con la caja sorteando goteos y telarañas antes de bajarla por una estrecha y desmantelada escalera de madera incrustada en la roca por donde solo yo pude pasar.
Mi padre se me quedó mirando un instante antes de subirnos al coche, apuró su cigarro y me dijo que había sido muy valiente. Y que no debía contar nunca a nadie dónde había dejado esa caja.
           
            Aún sigo escuchando la radio en aquel viejo transistor Sanyo. Y, de algún modo, sigo viajando cuando leo, ya casi ilegibles, Milano, München o Cairo en su dial. Y viajo también a aquella mina abandonada, donde la noche del 23 de febrero de 1981 escondimos en una caja a todos los miembros del Partido Comunista de La Carolina.
Marzo 2019
(Dedicado a Antonio Arrogante)

miércoles, 2 de enero de 2019

COLESTEROL




Escuchó su nombre a la enfermera.
—Yo soy.
—Pase, el doctor le espera.
                Se sentó frente al escritorio del joven médico, que buscaba un expediente en su archivador. Mientras esperaba, con la mirada nerviosa, recorrió una camilla, un título enmarcado de alguna universidad, un esqueleto, láminas de hombres abiertos en canal y algunos aparatos metálicos que no conocía. El fonendo descansaba sobre la mesa, junto a un talonario y varios prospectos.
El doctor abrió una carpeta por fin.
               —Verá, estos son sus análisis. Tengo malas noticias.
               —Al grano, por favor.
             —Colesterol alto, hipertensión, índice glucémico por las nubes, un brote de artrosis… no hace falta que siga, ¿verdad? Y bastante sobrepeso.
                —¿Alguna sugerencia?
                —Le prescribiré hoy mismo un tratamiento y una dieta estricta.
                El paciente, pensativo, miró al suelo. Se mesó la barba.
                —A su edad no se puede jugar a la ruleta rusa. Se acabaron esos viajes —escuchó.
                —Pero yo… —empezó. Y no pudo continuar.
               
                Abandonó la clínica despacio, como si le pesaran demasiado los pies. Buscó una farmacia. Puso sobre el mostrador el fajo de recetas.
                La tienda de Sukunen no quedaba lejos de allí, pero fue un fastidio andar con toda esa nieve. Compró una lata de gasolina y el diario.
Entró en la cantina, se sentó en la barra y pidió una Dark bien fría. Sacó su móvil e hizo una llamada al viejo Mustanen, el pastor de renos. Luego subrayó en la sección inmobiliaria del periódico algunos apartamentos en alquiler en el centro.

Diciembre de 2018