jueves, 28 de marzo de 2019

SANYO CANTINO




Mi padre corregía exámenes, yo leía un Mortadelo. Por alguna razón estábamos solos en casa, y por alguna razón el televisor estaba encendido y no la radio. Sonó el teléfono. Una voz apresurada y carrasposa comenzó a desparramarse por el auricular mientras mi padre intentaba contenerla repitiendo que no se preocupara, que mantuviera la calma, que había que esperar noticias, gritándole que lo importante ahora eran las fichas.
            «Ve a por la radio», me dijo cuando colgó. La Sanyo Cantino, con la aguja del dial roja y un montón de ciudades lejanas escritas sobre él. La primera forma que tuve de viajar.
Sonó el  teléfono de nuevo. Reconocí la voz de mi tío. Mi padre repitió exactamente lo mismo que antes, pero añadió que llenara el depósito del coche. Comenzó a escucharse la Cadena Ser mezclada con la televisión.
Mi padre se subió a una escalera y cogió unas carpetas de lo alto del armario del trastero, estaban ocultas detrás de la trasera de contrachapado y llenas de papeles escritos a máquina. Me costó sostenerlas cuando me las alcanzó desde lo alto.
«Sigue con el tebeo», me dijo cuando le pregunté qué pasaba.
Se quedó un buen rato pensando mientras encendía un Ducados tras otro. Descolgó el teléfono y llamó a Cristino. Le ordenó que viniera inmediatamente a casa a recoger algo, que no se lo dijera a nadie, ni siquiera a su mujer. Y le preguntó algo sobre las fichas.
Mientras buscaba en todos aquellos papeles, hubo otra llamada. Mi padre sólo escuchó, no dijo nada. Aquella voz seria, calmada, parecía provenir de una cueva, y parecía dar instrucciones. Luego colgó el auricular despacio y se me quedó mirando. Bajé la vista al tebeo.

Nada más entrar en casa, a mi madre se le cayeron las bolsas de la compra al suelo. Tuvo que apoyarse en el mueble de la entrada para no caerse ella también. Dijo que venía escuchando la radio. Mi padre corrió a sostenerla y la sentó en el sofá. Me mandaron fuera al patio, a jugar. Me puse a dar balonazos contra la pared mientras imaginaba que era Juanito.
Por la ventana del salón pude ver a mi madre sollozando y bebiendo de una taza. Mi padre le decía que no había de qué preocuparse, que lo importante eran las fichas, y que Cristino estaba ya al tanto de todo, que llegaría enseguida a llevarse los papeles y que el resto estaba arreglado. «Me llevo al niño, es lo más seguro», finalizó. Mi madre rompió a llorar.  
           
Alguien llegó antes que Cristino y metió el coche en nuestro garaje. Reconocí la voz urgente de la primera llamada. Abrió el maletero y se lo mostró a mi padre. Estaba repleto de bolsas con garbanzos, judías, lentejas. Y muchas latas de sardinas. Cuando se sentaron en el salón, acordaron ponerse otros nombres. Entonces mi madre me hizo entrar en la cocina. Sobre la mesa había una tortilla francesa y salchichas. Nunca cenábamos en la cocina. Me dijo que dejara de hacer preguntas, que papá estaba tratando cosas de trabajo, que no temiera nada. Que cuando llegara Cristino yo debería estar acostado.
Desde la cama, la voz de mi padre sonaba más grave que otros días. La televisión y la radio seguían encendidas, su fulgor y un murmullo metálico se colaban solapados por la rendija que siempre me dejaban en la puerta. Me aterra la oscuridad.
No pude evitar asomarme cuando sonó el timbre. «Han pasado cuatro horas ya y no hay ningún comunicado», le dijo mi padre a Cristino nada más entrar. Traía una caja que parecía pesar. Cristino preguntó por los papeles de la Santana y pidió una copa enseguida.
Cuando mi madre entró en la habitación, distinguí su uniforme debajo del abrigo. Me cogió la cara con las manos y me besó. Olían a Atrix. Mis padres se despidieron en la puerta, les vi besarse de otra forma. Me arropé todo lo que pude; me arrullaron las tres voces debatiendo en el salón.

Desperté en el asiento trasero del Ford Fiesta tapado por una manta de cuadros, alguien de uniforme me alumbraba con una linterna y me miraba sin expresión. Pidió unos papeles a mi padre y le advirtió que no era la mejor noche para andar por ahí mientras los examinaba.
La voz de mi padre respondiendo tranquilo a aquella pregunta:
—Mi hijo tiene mucha fiebre y voy a Linares, mi mujer es enfermera allí, en el hospital; está de guardia.
No fuimos a Linares. No vimos a mi madre. No tenía fiebre. Me incorporé y con mis pies golpeé la caja que había traído Cristino. Sonó como un ataúd. Mi padre dijo que ya podía pasarme adelante. Subió la calefacción y me advirtió de que vendrían demasiadas curvas. Encendió la radio.
Sentí miedo nada más bajarme del coche por ese ruido que hacía el viento; parecía andar buscando algo con insistencia entre los muros de aquel caserío abandonado. Más miedo, incluso, que cuando traspasamos la oscura boca de la mina después de que mi padre rompiera la reja. Olía a metal y humedad. Cargamos con la caja sorteando goteos y telarañas antes de bajarla por una estrecha y desmantelada escalera de madera incrustada en la roca por donde solo yo pude pasar.
Mi padre se me quedó mirando un instante antes de subirnos al coche, apuró su cigarro y me dijo que había sido muy valiente. Y que no debía contar nunca a nadie dónde había dejado esa caja.
           
            Aún sigo escuchando la radio en aquel viejo transistor Sanyo. Y, de algún modo, sigo viajando cuando leo, ya casi ilegibles, Milano, München o Cairo en su dial. Y viajo también a aquella mina abandonada, donde la noche del 23 de febrero de 1981 escondimos en una caja a todos los miembros del Partido Comunista de La Carolina.
Marzo 2019
(Dedicado a Antonio Arrogante)