viernes, 11 de octubre de 2019

MORO

A menudo tengo que dejar de leer y tomarme un instante para observar a Tango dormir en el sofá pegado a mi pierna. No puedo evitar la tentación de pasarle la mano por el lomo hasta provocar esa especie de rezongo apagado y profundo que emite de puro gusto, de infinita satisfacción. Una forma más que tiene de agradecer la vida que le damos. En una cuidad donde vive repleto de atenciones, juegos, buenos cuidados veterinarios y largos paseos por el parque. Uno más de la familia. Tan implicado que ha llegado a distinguir qué día de la semana es o a dónde nos dirigimos y cuándo volveremos según el calzado o la colonia que usemos. Sin embargo, la primera vez que vio un conejo en el campo huyó despavorido a refugiarse en mis pies preguntándome con la mirada qué podría ser aquel engendro. Tango es la vergüenza de los cocker. Pero es nuestro perro. Alguna noche me quedo mirando esos ojos antes de apagar la luz —sí, duerme en nuestra cama—, me miran tan cerca que me pregunto qué puede haber en el fondo de ese abismo insondable que crece tras sus pupilas azul oscuro. Siempre me ha parecido un milagro que hombre y perro puedan conversar así, en silencio. Pero enseguida resuelvo que no es más que su instinto, una querencia interesada y yo, quizás, deba apagar ya la luz y tratar de dormir a pesar de sus frecuentes ronquidos.

Crecí en una tierra dura, sí. En un tiempo en que cada hombre, cada animal, tenía su sitio. Los perros en el corral. A menudo en casetas pequeñas e infectadas de bichos donde apenas podían moverse, casi siempre atados a una cuerda corta a la que pasaban amarrados su triste vida sin estímulos con el único sustento del pan duro, sobras de comida —si había— y tremendos varazos en las costillas las noches que abusaban de los ladridos. Pude presenciar no pocas palizas cuando aullaban. «Barruntan muerto», se decía. Los perros huelen la muerte como las lechuzas presienten la de los niños. Y uno crece con eso, enseguida lo incorpora a su catálogo de hechos habituales como ver a las mujeres siempre en la casa y los hombres sobre el tractor o en el bar.
Don Emiliano dijo que tenía algo de podenco cuando le llevamos a vacunar, pero que era cruzado y que seguramente se habría escapado de alguna cacería. Y negro. Le puse Moro. Mi padre lo vio bien y me trajo un collar usado que traía una pequeña plaquita donde grabamos el nombre. Cuando lo encontré en aquella cuneta solo y tísico, no se me ocurrió qué utilidad podría tener un perro en casa que no fuera la caza, y mi padre ya había colgado la escopeta por un reuma que le vino aquel invierno. Además, estaba claro que el Moro no tenía aptitudes venatorias. Le aterraban los cohetes, las explosiones, los ruidos. Así que como teníamos un negocio de venta de materiales de construcción, guardaría el almacén, resolvieron mis padres por darme el gusto. El Moro, después de acompañarme a la entrada de la escuela, volvía a la nave y allí se pasaba la mañana entera pendiente de todo, cuidando de que ningún extraño se colara donde no debía antes de ir a recogerme a la hora exacta en que nos soltaba el maestro para escoltarme de nuevo. Pasaba las noches en su caseta con la misma función. Desde nuestra casa, adosada al negocio, podíamos oírle ladrar cuando algo extraño sucedía. Tenía un ladrido muy particular, ronco y desproporcionado para su raza; tanto que sin verle, uno podría suponer de él un temible y violento perro de presa. Pero el Moro no sabía tener maldad más allá de su peculiar voz de tenor. Solía acompañarme a las excursiones por el río con mis amigos, a los que incluso les permitía subirse en su lomo cuando nos daba por jugar a vaqueros e indios. No recuerdo que se le lavara nunca, y no protestaba si mi madre lo espolvoreaba con Zotal para matar los racimos de garrapatas cuando ya no podía ni abrir los ojos. Jamás un amago de violencia, un mal gruñido ni los dientes fuera de su boca. El Moro era abnegado y paciente.

Les divertía tirar petardos encendidos por encima de la tapia. Luego, por un ventanuco, disfrutaban de ver al Moro enloquecido, corriendo sin rumbo presa del pánico, ladrando y golpeándose contra los palés de ladrillos y cemento. No sé exactamente de quién pudo ser la idea de saltar y atarle esa ristra de latas al rabo. Todos los de esa panda disfrutaban con eso y con matanzas de gatos o palomas. Sé que el Moro se dejó hacerlo, eso seguro. Y no me creí nunca que llegara a morderlo. Pero  lo cierto es que su padre vino a mi casa a la hora de la cena y habló de médicos y costes en el salón con el mío mientras yo me terminaba, lo recuerdo, una tortilla francesa.
            «Ve a buscar un saco a la nave», me ordenó mi padre mientras le vi dirigirse al armero.
El Moro se arrugó con el tiro. Como si tuviera frío. Se quedó encogido sobre el suelo. Le salió mucha sangre por una oreja. Dejó aquella mancha en el patio durante meses.
            Luego el saco, el puente. Anochecía. Cuando lo tiramos sonó igual que nuestras zambullidas desde lo alto del ojo principal. Esas que el Moro celebraba desde la orilla con su peculiar ladrido.
Lo dejamos flotando sobre la corriente como una pequeña y abultada isla a la deriva. Graznó el primer cuervo antes de descolgarse de la rama e ir a posarse sobre aquel saco hinchado para dar el primer picotazo.
«Vámonos al pueblo, dijo mi padre». Y arrancó la furgoneta. 


Octubre 2019