El camino dobla y desciende con suavidad hasta
deslizarse entre dos cerros por los que asoma la aguja del campanario. Se
recorta nítida sobre un cielo madrugador. Abajo, en el fondo del ribazo, corre el
arroyo invisible al caminante. Le delatan el cañizal y la chopera, a la que una
primera brisa apenas consigue agitarle unas copas.
El paisaje parece a estreno. Amanece.
La sombra del feriante oscurece una porción de arena.
Es alargada. Anda preciso, confiado, y aumenta el paso alentado por el barrunto
del pueblo; ha de llegar temprano si quiere un buen sitio en la plaza, este año
hace bueno y entrarán ganancias, se cree.
El carro que empuja se vuelve mudo cuando
abandona la tierra y toca los primeros adoquines de la calle principal. Anuncian
su llegada con voces unos niños: ¡el tío ruleta, el tío ruleta!
El feriante no los mira pero se deja acompañar
por ellos hasta la plaza.
Paga su tasa en el rincón de la botica. El
alguacil va de traje de pana y tiene una garrota gorda y una chapa en la solapa;
un bigote ancho y una gorra inglesa de caza complementan su autoridad.
Buen sitio, se oirá bien el reclamo, piensa: ¡la
ruleta de las doscientas, las quinientas y las mil! Tres veces, alargando las
sílabas acentuadas.
Deshace el hato y monta la ruleta sobre la mesa:
el eje, las guías y los números; engrasa el rodamiento y, con el latigazo seco
de su mano, lanza la primera tirada del día: ra ta ta ta ta ta, las doscientas.
Ra ta ta ta ta ta, las quinientas.
El sonido de la pestaña flexible golpeando los
bulones en el extremo de los radios es hipnótico; al ruido de esa metralleta
metálica se agolpan niños. El feriante les espanta: veros si no tenéis cuartos.
En la distancia, la mirada del alguacil domina
toda la plaza: ancha, terrosa, diametralmente cruzada por cuerdas con
banderines que se juntan en la farola central. La churrera monta su sartén; abre
la caseta de tiro; un grupo de músicos se arropa con la sombra del árbol gordo.
Empieza de nuevo: la ruleeeeeta, las doscieeeeentas,
las quiñeeeeentas y las miiiiil. Uno de los mozos que beben a la puerta del
mesón le grita: ¡El tío de la ruleta! ¿A quién desplumas este año, pájaro? El
feriante da una tirada: ra ta ta ta ta ta ta, las mil. Luego calla.
Después de la procesión la luz anega la plaza,
ciegan los muros de cal, desprenden olor a verano; lucen vestido nuevo algunas
mozas, sonríen al piropo de los solteros.
El feriante ya ha hecho los primeros duros y
los guarda en el bolsillo del chaleco, los recuenta con insistencia de forma
mecánica con las yemas de los dedos. Parece suavizar su mueca un tanto, este
año va a ser bueno, se dice.
El alguacil recorre los puestos con su garrota
golpeando el suelo.
El sol parece haberse parado en lo alto,
deslumbra el cielo. La dulzaina renueva los ánimos y el vermut y el vino avivan
las apuestas. El feriante calienta la ruleta, concede dos premios; le han hecho
corro y corren los duros. Ra ta ta ta ta ta, ¡casi, por una!
Come a la sombra de los soportales, la navaja
rebana la hogaza y pincha las tajadas de carne, echa algún trago de la frasca
de vino —A duro mi frasca, feriante, como a duro tu tirada, le ha dicho antes el
tabernero—. El calor aplasta el suelo, sume al pueblo en una siesta de silencio
y remolinos de aire abrasador. El feriante, sentado, se encoje dentro de sí
mismo, parece mínimo, mira la plaza con la espalda apoyada sobre la fresca piedra.
Se hace preguntas que nadie escucha antes de quedarse traspuesto; entonces, recrea
un río, un río ancho que discurre lento y un carro acampado donde llora un
niño.
Buenos cuartos hiciste, ruletero, le espabila
una voz. Melchor el de la pólvora acaba de llegar. Amarra dos mulas a la verja
del ayuntamiento y, con paso cansado, se acerca al soportal para ocultarse del
sol. Llego seco, se queja secándose el cuello con un pañuelo blanco. ¿Cuándo
tuvimos este calor para la Virgen?, dime ruletero.
Hubo años, contesta con voz aguardentosa, hubo
años. Y se incorpora, se cala la gorra, recuenta con las yemas los duros.
Se cuentan de pueblos y ferias, de tormentas
que arruinan las ganancias, de alguaciles celosos y de caminos lentos; de
noches al raso, de la fiesta de Ciudad que viene ya pronto y de la muerte de Perico
el saltimbanqui; de su viuda que queda sola y sin paga, con un hijo en malos
pasos.
Melchor queda un instante callado, mira el vacío
de la plaza. Va en busca del alguacil.
El aire pesa, se oscurece el cielo cansado, mil
golondrinas lo agitan. Se prepara el baile. Un joven con sombrero se acerca
chuleando. Toma, ruletero, y déjame darle a mí que no me fío, dice al tirarle
un duro. Pero la ruleta no suelta premio y alarga otro duro de seguido; dos más,
ya encelado. Mala suerte, caballero. El rico se le queda mirando con un tinte
acre en los ojos sospechando la trampa antes de estamparle la última moneda en
el pecho. Ra ta ta ta ta ta, ¡por una! El rico da un puñetazo a la mesa que
hace vibrar las varillas. Vete por donde has venido, ladrón. Y se marcha.
Un saxofón ronco arranca el primer pasodoble, dos
parejas se echan al centro. Ordena, limpia y guarda los alambres y los ejes; repasa
bulón por bulón y pliega la mesa. Todo va al carrito que tapa con una manta y
ata fuerte con la pita. Cuenta los duros que lleva en la talega.
No se dio mal este año, se despide de Melchor,
que está afanado.
La noche está ya encima, rasgan la tierra las ruedas del carrito. El feriante silba acaso algo entre dientes cuando se adentra en una nueva oscuridad.