Mi
padre corregía exámenes, yo leía un Mortadelo. Por alguna razón estábamos solos
en casa, y por alguna razón el televisor estaba encendido y no la radio. Sonó
el teléfono. Una voz apresurada y carrasposa comenzó a desparramarse por el
auricular mientras mi padre intentaba contenerla repitiendo que no se
preocupara, que mantuviera la calma, que había que esperar noticias, gritándole
que lo importante ahora eran las fichas.
«Ve
a por la radio», me dijo cuando colgó. La Sanyo Cantino, con la aguja del dial
roja y un montón de ciudades lejanas escritas sobre él. La primera forma que tuve
de viajar.
Sonó
el teléfono de nuevo. Reconocí la voz de
mi tío. Mi padre repitió exactamente lo mismo que antes, pero añadió que
llenara el depósito del coche. Comenzó a escucharse la Cadena Ser mezclada con la
televisión.
Mi
padre se subió a una escalera y cogió unas carpetas de lo alto del armario del
trastero, estaban ocultas detrás de la trasera de contrachapado y llenas de
papeles escritos a máquina. Me costó sostenerlas cuando me las alcanzó desde lo
alto.
«Sigue
con el tebeo», me dijo cuando le pregunté qué pasaba.
Se
quedó un buen rato pensando mientras encendía un Ducados tras otro. Descolgó el
teléfono y llamó a Cristino. Le ordenó que viniera inmediatamente a casa a
recoger algo, que no se lo dijera a nadie, ni siquiera a su mujer. Y le
preguntó algo sobre las fichas.
Mientras
buscaba en todos aquellos papeles, hubo otra llamada. Mi padre sólo escuchó, no
dijo nada. Aquella voz seria, calmada, parecía provenir de una cueva, y parecía
dar instrucciones. Luego colgó el auricular despacio y se me quedó mirando.
Bajé la vista al tebeo.
Nada
más entrar en casa, a mi madre se le cayeron las bolsas de la compra al suelo.
Tuvo que apoyarse en el mueble de la entrada para no caerse ella también. Dijo
que venía escuchando la radio. Mi padre corrió a sostenerla y la sentó en el
sofá. Me mandaron fuera al patio, a jugar. Me puse a dar balonazos contra la
pared mientras imaginaba que era Juanito.
Por
la ventana del salón pude ver a mi madre sollozando y bebiendo de una taza. Mi
padre le decía que no había de qué preocuparse, que lo importante eran las
fichas, y que Cristino estaba ya al tanto de todo, que llegaría enseguida a
llevarse los papeles y que el resto estaba arreglado. «Me llevo al niño, es lo
más seguro», finalizó. Mi madre rompió a llorar.
Alguien
llegó antes que Cristino y metió el coche en nuestro garaje. Reconocí la voz
urgente de la primera llamada. Abrió el maletero y se lo mostró a mi padre.
Estaba repleto de bolsas con garbanzos, judías, lentejas. Y muchas latas de
sardinas. Cuando se sentaron en el salón, acordaron ponerse otros nombres. Entonces
mi madre me hizo entrar en la cocina. Sobre la mesa había una tortilla francesa
y salchichas. Nunca cenábamos en la cocina. Me dijo que dejara de hacer
preguntas, que papá estaba tratando cosas de trabajo, que no temiera nada. Que
cuando llegara Cristino yo debería estar acostado.
Desde
la cama, la voz de mi padre sonaba más grave que otros días. La televisión y la
radio seguían encendidas, su fulgor y un murmullo metálico se colaban solapados
por la rendija que siempre me dejaban en la puerta. Me aterra la oscuridad.
No
pude evitar asomarme cuando sonó el timbre. «Han pasado cuatro horas ya y no
hay ningún comunicado», le dijo mi padre a Cristino nada más entrar. Traía una
caja que parecía pesar. Cristino preguntó por los papeles de la Santana y pidió
una copa enseguida.
Cuando
mi madre entró en la habitación, distinguí su uniforme debajo del abrigo. Me
cogió la cara con las manos y me besó. Olían a Atrix. Mis padres se despidieron
en la puerta, les vi besarse de otra forma. Me arropé todo lo que pude; me
arrullaron las tres voces debatiendo en el salón.
Desperté
en el asiento trasero del Ford Fiesta tapado por una manta de cuadros, alguien de
uniforme me alumbraba con una linterna y me miraba sin expresión. Pidió unos
papeles a mi padre y le advirtió que no era la mejor noche para andar por ahí
mientras los examinaba.
La
voz de mi padre respondiendo tranquilo a aquella pregunta:
—Mi
hijo tiene mucha fiebre y voy a Linares, mi mujer es enfermera allí, en el
hospital; está de guardia.
No
fuimos a Linares. No vimos a mi madre. No tenía fiebre. Me incorporé y con mis
pies golpeé la caja que había traído Cristino. Sonó como un ataúd. Mi padre
dijo que ya podía pasarme adelante. Subió la calefacción y me advirtió de que
vendrían demasiadas curvas. Encendió la radio.
Sentí
miedo nada más bajarme del coche por ese ruido que hacía el viento; parecía andar
buscando algo con insistencia entre los muros de aquel caserío abandonado. Más
miedo, incluso, que cuando traspasamos la oscura boca de la mina después de que
mi padre rompiera la reja. Olía a metal y humedad. Cargamos con la caja sorteando
goteos y telarañas antes de bajarla por una estrecha y desmantelada escalera de
madera incrustada en la roca por donde solo yo pude pasar.
Mi
padre se me quedó mirando un instante antes de subirnos al coche, apuró su
cigarro y me dijo que había sido muy valiente. Y que no debía contar nunca a
nadie dónde había dejado esa caja.
Aún sigo escuchando la radio en aquel
viejo transistor Sanyo. Y, de algún modo, sigo viajando cuando leo, ya casi ilegibles,
Milano, München o Cairo en su dial. Y viajo también a aquella mina abandonada,
donde la noche del 23 de febrero de 1981 escondimos en una caja a todos los
miembros del Partido Comunista de La Carolina.
Marzo
2019
(Dedicado
a Antonio Arrogante)